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Historia de los Patriarcas y Profetas
de las casas a los habitantes de la ciudad, y las multitudes amantes
del placer se paseaban gozando de aquel momento.
A la caída de la tarde, dos forasteros llegaron a la puerta de la
ciudad. Parecían viajeros que venían a pasar allí la noche. Nadie pu-
do reconocer en estos humildes caminantes a los poderosos heraldos
del juicio divino, y poco pensaba la alegre e indiferente multitud
que, en su trato con estos mensajeros celestiales, esa misma noche
colmaría la culpabilidad que condenaba a su orgullosa ciudad. Pero
hubo un hombre que demostró a los forasteros una amable atención,
convidándolos a su casa. Lot no conocía el verdadero carácter de
los visitantes, pero la cortesía y la hospitalidad eran una costum-
bre en él, formaban parte de su religión, eran lecciones que había
aprendido del ejemplo de Abraham. Si no hubiera cultivado este es-
píritu de cortesía, habría sido abandonado para morir con los demás
habitantes de Sodoma. Muchas familias, al cerrar sus puertas a un
forastero, han excluido a algún mensajero de Dios, que les habría
proporcionado bendición, esperanza y paz.
En la vida, todo acto, por insignificante que sea, tiene su influen-
cia para el bien o para el mal. La fidelidad o el descuido en lo que
parecen ser deberes menos importantes puede abrir la puerta a las
más ricas bendiciones o a las mayores calamidades. Son las cosas
pequeñas las que prueban el carácter. Dios mira con una sonrisa
complaciente los actos humildes de abnegación cotidiana, si se rea-
lizan con un corazón alegre y voluntario. No hemos de vivir para
nosotros mismos, sino para los demás. Solo olvidándonos de noso-
tros mismos y participando un espíritu amable y ayudador, podemos
hacer de nuestra vida una bendición. Las pequeñas atenciones, los
actos sencillos de cortesía, contribuyen mucho a la felicidad de la
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vida, y el descuido de estas cosas influye considerablemente en la
miseria humana.
Conociendo Lot el maltrato a que los forasteros estarían expues-
tos en Sodoma, consideró que era su deber protegerlos, ofreciéndoles
hospedaje en su casa. Estaba sentado a la puerta de la ciudad cuando
los viajeros se acercaron, y al verlos, se levantó para ir a su encuen-
tro, e inclinándose cortésmente, les dijo: “Ahora, mis señores, os
ruego que vengáis a casa de vuestro siervo para alojaros”. Véase
Génesis 19:2
. Pareció que rehusaban su hospitalidad cuando contes-
taron: “No, esta noche nos quedaremos en la calle”. La intención