El cruce del Jordán
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recursos y la solidez de sus fortificaciones. Los habitantes de la
ciudad, aterrorizados y suspicaces, se mantenían en constante alerta
y los mensajeros corrieron gran peligro. Fueron, sin embargo, sal-
vados por Rahab, mujer de Jericó que arriesgó con ello su propia
vida. En retribución de su bondad, ellos le hicieron una promesa de
protección para cuando la ciudad sea conquistada.
Los espías regresaron sin novedad, con las siguientes noticias:
“Jehová ha entregado toda la tierra en nuestras manos; todos los
habitantes del país tiemblan”. Se les había dicho en Jericó: “Hemos
oído que Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo delante de voso-
tros cuando salisteis de Egipto, y también lo que habéis hecho con
los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, con
Sehón y Og, a los cuales habéis destruido. Al oír esto ha desfallecido
nuestro corazón, y no ha quedado hombre alguno con ánimo para
resistiros, porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos
y abajo en la tierra”.
Se ordenó entonces que se hicieran los preparativos para el avan-
ce. El pueblo debía abastecerse de alimentos para tres días, y el
ejército había de ponerse en pie de guerra para la batalla. Todos
aceptaron de corazón los planes de su jefe y le aseguraron su con-
fianza y su apoyo: “Nosotros haremos todas las cosas que nos has
mandado, e iremos adondequiera que nos mandes. De la manera
que obedecimos a Moisés en todas las cosas, así te obedeceremos
a ti; solamente que Jehová, tu Dios, esté contigo, como estuvo con
Moisés”.
Abandonando su campamento en los bosques de acacias de Si-
tim, el ejército descendió a la orilla del Jordán. Todos sabían, sin
embargo, que sin la ayuda divina no podían esperar cruzar el río.
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Durante esa época del año, la primavera, las nieves derretidas de las
montañas habían hecho crecer tanto el Jordán que el río se había
desbordado, y era imposible cruzarlo en los vados acostumbrados.
Dios quería que el cruce del Jordán por Israel fuera milagroso. Por
orden divina, Josué mandó al pueblo que se santificara; debía poner
a un lado sus pecados y librarse de toda impureza exterior; “porque
-dijo- Jehová hará mañana maravillas entre vosotros”. El “arca del
pacto” debía de encabezar el ejército y abrirle paso. Para cuando
vieran ese distintivo de la presencia de Jehová, cargado por los sa-
cerdotes, moverse de su sitio en el centro del campamento y avanzar