Página 213 - Joyas de los Testimonios 1 (1971)

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Los sufrimientos de Cristo
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El salvador divino-humano
En Cristo se unió lo humano y lo divino. Su misión consistía
en reconciliar a Dios y el hombre, en unir lo finito con lo infinito.
Solamente de esta manera podían ser elevados los hombres caídos:
por los méritos de la sangre de Cristo, que los hacía partícipes de
la naturaleza divina. El asumir la naturaleza humana, hizo a Cristo
idóneo para comprender las pruebas y los pesares del hombre, y
todas las tentaciones que le asedian. Los ángeles que no conocían el
pecado no podían simpatizar con el hombre y sus pruebas peculiares.
Cristo condescendió en tomar la naturaleza del hombre, y fué tentado
en todo como nosotros, a fin de que pudiese socorrer a todos los que
son tentados.
Como estaba revestido de humanidad, sentía la necesidad de la
fuerza de su Padre. Tenía lugares selectos para orar. Se deleitaba en
mantenerse en comunión con su Padre en la soledad de la montaña.
En este ejercicio, su alma santa y humana se fortalecía para afrontar
los deberes y las pruebas del día. Nuestro Salvador se identifica
con nuestras necesidades y debilidades, porque elevó sus súplicas
nocturnas para pedir al Padre nuevas reservas de fuerza, a fin de
salir vigorizado y refrigerado, fortalecido para arrostrar el deber y
la prueba. El es nuestro ejemplo en todo. Se hermana con nuestras
flaquezas, pero no alimenta pasiones semejantes a las nuestras. Como
no pecó, su naturaleza rehuía el mal. Soportó luchas y torturas
del alma en un mundo de pecado. Dado su carácter humano, la
oración era para él una necesidad y un privilegio. Requería el más
poderoso apoyo y consuelo divino que su Padre estuviera dispuesto
a impartirle a él que, para beneficio del hombre, había dejado los
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goces del cielo y elegido por morada un mundo frío e ingrato. Cristo
halló consuelo y gozo en la comunión con su Padre. Allí podía
descargar su corazón de los pesares que lo abrumaban. Era Varón de
dolores y experimentado en quebranto.
Nuestro ejemplo
Durante el día trabajaba fervientemente, haciendo bien a otros
para salvarlos de la destrucción. Sanaba a los enfermos y consolaba
a los que lloraban; impartía alegría y esperanza a los desesperados