El plan de Dios para nuestras casas editoriales
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ojos como el oro, el incienso y la mirra que los magos de Oriente
trajeron en su fe sincera y sin mácula al niño Jesús.
Así es como, en sus asuntos comerciales, los discípulos de Cris-
to deben ser portaluces para el mundo. Dios no les exige que se
esfuercen para brillar. El no aprueba ninguna tentativa presuntuosa
hecha para dar pruebas de una bondad superior. Desea sencillamente
que su alma esté impregnada de los principios celestiales, y que, al
ponerse en relación con el mundo, revelen la luz que hay en ellos.
Su honradez, su rectitud, su fidelidad inquebrantable en todos los
actos de la vida, llegarán a ser así una fuente de luz.
El reino de Dios no se revela por apariencias que atraigan la
atención. Se manifiesta por la calma proveniente de su palabra, por
la operación interna del Espíritu Santo, por la comunión del alma
con Aquel que es su vida. La mayor manifestación de su potencia se
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produce cuando la naturaleza humana es llevada a la perfección del
carácter de Cristo.
Una apariencia de riqueza o alta posición, la arquitectura o los
muebles costosos, no son esenciales para el adelantamiento de la
causa de Dios; como tampoco lo son las empresas que provocan los
aplausos de los hombres y fomentan la vanidad. El fasto del mundo,
por imponente que sea, no tiene valor ante Dios.
Aunque es nuestro deber buscar la perfección en las cosas exter-
nas, hay que recordar constantemente que no es el blanco supremo.
Dicho deber debe quedar subordinado a intereses más altos. Más que
lo visible y pasajero, aprecia Dios lo invisible y eterno. Lo visible no
tiene valor más que en la medida en que es expresión de lo invisible.
Las obras de arte mejor terminadas no tienen una belleza comparable
a la del carácter resultante de la operación del Espíritu Santo en el
alma.
Cuando Dios dió a su Hijo al mundo, dotó a la humanidad de
riquezas imperecederas, en comparación de las cuales nada son en
absoluto todos los tesoros amontonados por los hombres de todos
los tiempos. Al venir a la tierra, Cristo se presentó a los hijos de los
hombres con un amor acumulado durante la eternidad, y ese tesoro
es el que nosotros, por nuestra comunión con él, debemos recibir,
dar a conocer e impartir a otros.
Nuestras instituciones darán carácter a la obra de Dios en la
medida en que sus empleados se consagren a esta obra de todo