Página 198 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 5 (1998)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 5
nos concede. ¡Qué intenso fervor habría entonces en nuestra vida!
¡Cuán estrechamente seguiríamos a Jesús en todas nuestras palabras
y acciones!
Son pocos los que aprecian o aprovechan debidamente el precio-
so privilegio de la oración. Debemos ir a Jesús y explicarle todas
nuestras necesidades. Podemos presentarle nuestras pequeñas cuitas
y perplejidades, como también nuestras dificultades mayores. De-
bemos llevar al Señor en oración cualquier cosa que se suscite para
perturbarnos o angustiarnos. Cuando sintamos que necesitamos la
presencia de Cristo a cada paso, Satanás tendrá poca oportunidad de
introducir sus tentaciones. Su estudiado esfuerzo consiste en apartar-
nos de nuestro mejor Amigo, el que más simpatiza con nosotros. A
nadie, fuera de Jesús, debiéramos hacer confidente nuestro. Podemos
comunicarle con seguridad todo lo que está en nuestro corazón.
Hermanos y hermanas, cuando os congregáis para el culto de
testimonios, creed que Jesús se reúne con vosotros, creed que él
está dispuesto a bendeciros. Apartad los ojos del yo; mirad a Jesús,
hablad de su amor sin par. Contemplándole seréis transformados a
su semejanza. Cuando oráis, sed breves y directos. No prediquéis al
Señor un sermón en largas oraciones. Pedid el pan de vida como un
niño hambriento pide pan a su padre terrenal. Dios nos concederá
toda bendición necesaria, si se la pedimos con sencillez y fe.
Las oraciones ofrecidas por los predicadores antes de sus discur-
sos, son con frecuencia largas e inadecuadas. Abarcan una larga lista
de asuntos que no se refieren a las necesidades del momento o de la
gente. Esas oraciones son adecuadas para la cámara secreta, pero no
deben ofrecerse en público. Los oyentes se cansan, y anhelan que
el predicador termine. Hermanos, llevad a la gente con vosotros en
vuestras oraciones. Id al Salvador con fe, decidle lo que necesitáis
en esa ocasión. Dejad que el alma se acerque a Dios con intenso
anhelo en busca de la bendición necesaria en el momento.
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La oración es el ejercicio más santo del alma. Debe ser sincera,
humilde y ferviente: los deseos de un corazón renovado, exhalados
en la presencia de un Dios santo. Cuando el suplicante sienta que
está en la presencia divina, se olvidará de sí mismo. No tendrá deseo
de ostentar talento humano, no tratará de agradar al oído de los
hombres, sino de obtener la bendición que el alma anhela.