La centralización
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No concuerda con la voluntad de Dios que su pueblo construya
sanatorios gigantescos. Deben establecerse muchos sanatorios. No
deben ser grandes, pero lo suficientemente completos para poder
realizar un buen trabajo.
Se me han dado advertencias acerca de la formación de enferme-
ros y evangelistas médicos misioneros. No debemos centralizar esta
preparación en un solo lugar. En todos los sanatorios establecidos
deben prepararse jóvenes de ambos sexos para el trabajo médico mi-
sionero. El Señor abrirá delante de ellos un camino para que puedan
trabajar por él.
Las profecías que se cumplen manifiestamente bajo nuestros
ojos, nos muestran que se acerca el fin de todas las cosas. Debe
realizarse un trabajo de gran importancia lejos de los lugares donde,
en lo pasado, se han centralizado nuestros esfuerzos.
Cuando conducimos agua corriente para irrigar un jardín, no
tratamos de regar un solo lugar, dejando secos los demás. Eso es, sin
embargo, lo que hemos hecho en el pasado en algunos lugares, con
perjuicio del vasto campo. ¿Permanecerían desolados los lugares
áridos? No; circule en todas partes la corriente de agua viva, y
esparza gozo y fertilidad.
No debemos fiar en el reconocimiento del mundo ni en la dis-
tinción que nos pueda dar. No debemos tampoco tratar de rivalizar,
en cuanto a dimensiones y esplendor, con las instituciones del mun-
do. No será erigiendo vastos edificios ni rivalizando con nuestros
enemigos como obtendremos la victoria, sino cultivando un espíritu
manso y humilde como el de Cristo. Más vale la cruz con esperanzas
frustradas, pero con la seguridad de la vida eterna después, que vivir
como príncipes en este mundo y perder el cielo.
El Salvador de la humanidad nació en un hogar humilde, en un
mundo malo y maldito por causa del pecado. Se crió en el anonimato
en Nazaret, un pueblo de Galilea y comenzó su obra en la pobreza y
sencillez. Dios envió, pues, el Evangelio de un modo muy diferente
del que muchos, hoy día, creen que es su deber proclamarlo.
En el principio de la dispensación evangélica, Cristo enseñó a su
iglesia a contar no con el puesto elevado y el esplendor que concede
el mundo, sino con el poder de la fe y de la obediencia. El favor de
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Dios tiene más valor que el oro y la plata. La potencia del Espíritu
Santo es inestimable.