Página 61 - El Conflicto Inminente (1969)

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La libertad de conciencia amenazada
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están rindiendo homenaje con la aceptación del falso día de reposo y
que se preparan a imponerlo con los mismos medios que ella empleó
en tiempos pasados. Los que rechazan la luz de la verdad buscarán
aún la ayuda de este poder que se titula infalible, a fin de exaltar una
institución que debe su origen a Roma. No es difícil prever cuán
apresuradamente ella acudirá en ayuda de los protestantes en este
movimiento. ¿Quién mejor que los jefes papistas para saber cómo
entendérselas con los que desobedecen a la iglesia?
La iglesia católica romana, con todas sus ramificaciones en el
mundo entero, forma una vasta organización dirigida por la sede
papal, y destinada a servir los intereses de ésta. Instruye a sus millo-
nes de adeptos en todos los países del globo, para que se consideren
obligados a obedecer al papa. Sea cual fuere la nacionalidad o el
gobierno de éstos, deben considerar la autoridad de la iglesia como
por encima de todas las demás. Aunque juren fidelidad al estado,
siempre quedará en el fondo el voto de obediencia a Roma que los
absuelve de toda promesa contraria a los intereses de ella.
La historia prueba lo astuta y persistente que es en sus esfuerzos
por inmiscuirse en los asuntos de las naciones, y para favorecer sus
propios fines, aun a costa de la ruina de príncipes y pueblos, una
vez que logró entrar. En el año 1204, el papa Inocencio III arrancó
de Pedro II, rey de Aragón, este juramento extraordinario: “Yo,
Pedro, rey de los aragoneses, declaro y prometo ser siempre fiel y
obediente a mi señor, el papa Inocencio, a sus sucesores católicos y a
la iglesia romana, y conservar mi reino en su obediencia, defendiendo
la religión católica y persiguiendo la perversidad herética.”—Juan
Dowling,
The History of Romanism,
lib. 5, cap. 6, sec. 55. Esto está
en armonía con las pretensiones del pontífice romano con referencia
al poder, de que “él tiene derecho de deponer emperadores” y de
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que “puede desligar a los súbditos de la lealtad debida a gobernantes
perversos.”—Mosheim, lib. 3, siglo 11, parte 2, cap. 2, sec. 2, nota
17.
Y téngase presente que Roma se jacta de no variar jamás. Los
principios de Gregorio VII y de Inocencio III son aún los principios
de la iglesia católica romana; y si sólo tuviese el poder, los pon-
dría en vigor con tanta fuerza hoy como en siglos pasados. Poco
saben los protestantes lo que están haciendo al proponerse aceptar
la ayuda de Roma en la tarea de exaltar el domingo. Mientras ellos