Página 37 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El destino del mundo predicho
33
26:18
. En el sitio y en la mortandad que le siguió perecieron más de
un millón de judíos; los que sobrevivieron fueron llevados cautivos,
vendidos como esclavos, conducidos a Roma para enaltecer el triun-
fo del conquistador, arrojados a las fieras del circo o desterrados y
esparcidos por toda la tierra.
Los judíos habían forjado sus propias cadenas; habían colmado
la copa de la venganza. En la destrucción absoluta de que fueron
víctimas como nación y en todas las desgracias que les persiguieron
en la dispersión, no hacían sino cosechar lo que habían sembrado con
sus propias manos. Dice el profeta: “¡Es tu destrucción, oh Israel, el
que estés contra mí; [...] porque has caído por tu iniquidad!”
Oseas
[34]
13:9
;
14:1 (VM)
. Los padecimientos de los judíos son muchas veces
representados como castigo que cayó sobre ellos por decreto del
Altísimo. Así es como el gran engañador procura ocultar su propia
obra. Por la tenacidad con que rechazaron el amor y la misericordia
de Dios, los judíos le hicieron retirar su protección, y Satanás pudo
regirlos como quiso. Las horrorosas crueldades perpetradas durante
la destrucción de Jerusalén demuestran el poder con que se ensaña
Satanás sobre aquellos que ceden a su influencia.
No podemos saber cuánto debemos a Cristo por la paz y la pro-
tección de que disfrutamos. Es el poder restrictivo de Dios lo que
impide que el hombre caiga completamente bajo el dominio de Sa-
tanás. Los desobedientes e ingratos deberían hallar un poderoso
motivo de agradecimiento a Dios en el hecho de que su misericordia
y clemencia hayan coartado el poder maléfico del diablo. Pero cuan-
do el hombre traspasa los límites de la paciencia divina, ya no cuenta
con aquella protección que le libraba del mal. Dios no asume nunca
para con el pecador la actitud de un verdugo que ejecuta la sentencia
contra la transgresión; sino que abandona a su propia suerte a los
que rechazan su misericordia, para que recojan los frutos de lo que
sembraron sus propias manos. Todo rayo de luz que se desprecia,
toda admonición que se desoye y rechaza, toda pasión malsana que
se abriga, toda transgresión de la ley de Dios, son semillas que darán
infaliblemente su cosecha. Cuando se le resiste tenazmente, el Es-
píritu de Dios concluye por apartarse del pecador, y este queda sin
fuerza para dominar las malas pasiones de su alma y sin protección
alguna contra la malicia y perfidia de Satanás. La destrucción de
Jerusalén es una advertencia terrible y solemne para todos aquellos