Página 58 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
las indulgencias. A todos los que se alistasen en las guerras que
emprendía el pontífice para extender su dominio temporal, casti-
gar a sus enemigos o exterminar a los que se atreviesen a negar su
supremacía espiritual, se concedía plena remisión de los pecados
pasados, presentes y futuros, y la condonación de todas las penas
y castigos merecidos. Se enseñó también al pueblo que por medio
de pagos hechos a la iglesia podía librarse uno del pecado y librar
también a las almas de sus amigos difuntos entregadas a las llamas
del purgatorio. Por estos medios llenaba Roma sus arcas y susten-
taba la magnificencia, el lujo y los vicios de los que pretendían ser
representantes de Aquel que no tuvo donde recostar la cabeza (véase
el Apéndice).
La institución bíblica de la Cena del Señor fue sustituida por el
sacrificio idolátrico de la misa. Los sacerdotes papales aseveraban
que con sus palabras podían convertir el pan y el vino en “el cuer-
po y sangre verdaderos de Cristo” (Cardenal Wiseman,
The Real
Presence
, confer. 8, sec. 3, párr. 26). Con blasfema presunción se
arrogaban el poder de crear a Dios, Creador de todo. Se les obligaba
a los cristianos, so pena de muerte, a confesar su fe en esta horrible
herejía que afrentaba al cielo. Muchísimos que se negaron a ello
fueron entregados a las llamas (véase el Apéndice).
En el siglo XIII se estableció la más terrible de las maquinacio-
nes del papado: la Inquisición. El príncipe de las tinieblas obró de
acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios secretos,
Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los hombres per-
versos, mientras que invisible acampaba entre ellos un ángel de Dios
que llevaba apunte de sus malvados decretos y escribía la historia de
hechos por demás horrorosos para ser presentados a la vista de los
hombres. “Babilonia la grande” fue “embriagada de la sangre de los
santos”. Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a
Dios venganza contra aquel poder apóstata.
El papado había llegado a ejercer su despotismo sobre el mundo.
Reyes y emperadores acataban los decretos del pontífice romano.
El destino de los hombres, en este tiempo y para la eternidad, pa-
recía depender de su albedrío. Por centenares de años las doctrinas
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de Roma habían sido extensa e implícitamente recibidas, sus ritos
cumplidos con reverencia y observadas sus fiestas por la generali-
dad. Su clero era colmado de honores y sostenido con liberalidad.