En la encrucijada de los caminos
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tener perdón y paz. Observaba una vida llena de mortificaciones,
procurando dominar por medio de ayunos y vigilias y de castigos
corporales sus inclinaciones naturales, de las cuales la vida monásti-
ca no le había librado. No rehuía sacrificio alguno con tal de llegar
a poseer un corazón limpio que mereciese la aprobación de Dios.
“Verdaderamente—decía él más tarde—yo fuí un fraile piadoso y
seguí con mayor severidad de la que puedo expresar las reglas de
mi orden... Si algún fraile hubiera podido entrar en el cielo por sus
obras monacales, no hay duda que yo hubiera entrado. Si hubiera
durado mucho tiempo aquella rigidez, me hubiera hecho morir a
fuerza de austeridades.”—
Id.,
cap. 3. A consecuencia de esta dolo-
rosa disciplina perdió sus fuerzas y sufrió convulsiones y desmayos
de los que jamás pudo reponerse enteramente. Pero a pesar de todos
sus esfuerzos, su alma agobiada no hallaba alivio, y al fin fué casi
arrastrado a la desesperación.
Cuando Lutero creía que todo estaba perdido, Dios le deparó un
amigo que le ayudó. El piadoso Staupitz le expuso la Palabra de Dios
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y le indujo a apartar la mirada de sí mismo, a dejar de contemplar
un castigo venidero infinito por haber violado la ley de Dios, y a
acudir a Jesús, el Salvador que le perdonaba sus pecados. “En lugar
de martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del Redentor.
Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte...
Escucha al Hijo de Dios, que se hizo hombre para asegurarte el
favor divino.” “¡Ama a quien primero te amó!”—
Id.,
cap. 4. Así se
expresaba este mensajero de la misericordia. Sus palabras hicieron
honda impresión en el ánimo de Lutero. Después de larga lucha
contra los errores que por tanto tiempo albergara, pudo asirse de la
verdad y la paz reinó en su alma atormentada.
Lutero fué ordenado sacerdote y se le llamó del claustro a una
cátedra de la universidad de Wittenberg. Allí se dedicó al estudio
de las Santas Escrituras en las lenguas originales. Comenzó a dar
conferencias sobre la Biblia, y de este modo, el libro de los Salmos,
los Evangelios y las epístolas fueron abiertos al entendimiento de
multitudes de oyentes que escuchaban aquellas enseñanzas con
verdadero deleite. Staupitz, su amigo y superior, le instaba a que
ocupara el púlpito y predicase la Palabra de Dios. Lutero vacilaba,
sintiéndose indigno de hablar al pueblo en lugar de Cristo. Sólo
después de larga lucha consigo mismo se rindió a las súplicas de sus