En la encrucijada de los caminos
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(Véase Gieseler,
A Compendium of Ecclesiastical History,
período
4, sec. 1, párr. 5.)
Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba delante de él un men-
sajero gritando: “La gracia de Dios y la del padre santo están a
las puertas de la ciudad.”—D’Aubigné, lib. 3, cap. 1. Y el pueblo
recibía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios
que hubiera descendido del cielo. El infame tráfico se establecía
en la iglesia, y Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpi-
to como si hubiesen sido el más precioso don de Dios. Declaraba
que en virtud de los certificados de perdón que ofrecía, quedábanle
perdonados al que comprara las indulgencias aun aquellos pecados
que desease cometer después, y que “ni aun el arrepentimiento era
necesario.”—
Ibid
. Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgen-
cias tenían poder para salvar no sólo a los vivos sino también a los
muertos, y que en el instante en que las monedas resonaran al caer
en el fondo de su cofre, el alma por la cual se hacía el pago escaparía
del purgatorio y se dirigiría al cielo. (Véase Hagenbach,
History of
the Reformation,
tomo 1, pág. 96.)
Cuando Simón el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder
de hacer milagros, Pedro le respondió: “Tu dinero perezca contigo,
que piensas que el don de Dios se gane por dinero.”
Hechos 8:20
.
Pero millares de personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de
Tetzel. Sus arcas se llenaban de oro y plata. Una salvación que podía
comprarse con dinero era más fácil de obtener que la que requería
arrepentimiento, fe y un diligente esfuerzo para resistir y vencer el
mal.
(Véase el Apéndice.)
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La doctrina de las indulgencias había encontrado opositores
entre hombres instruídos y piadosos del seno mismo de la iglesia de
Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios
a la razón y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la
voz para condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a
turbarse y a inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si
Dios no obraría por medio de alguno de sus siervos para purificar su
iglesia.
Lutero, aunque seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba
horrorizado por las blasfemas declaraciones de los traficantes en
indulgencias. Muchos de sus feligreses habían comprado certifica-
dos de perdón y no tardaron en acudir a su pastor para confesar sus