En la encrucijada de los caminos
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juzgado y sentenciado; ¡y todo esto por el que se llamaba padre
santo, única autoridad suprema e infalible de la iglesia y del estado!
En aquel momento, cuando Lutero necesitaba tanto la simpatía
y el consejo de un amigo verdadero, Dios en su providencia mandó
a Melanchton a Wittenberg. Joven aún, modesto y reservado, tenía
Melanchton un criterio sano, extensos conocimientos y elocuencia
persuasiva, rasgos todos que combinados con la pureza y rectitud
de su carácter le granjeaban el afecto y la admiración de todos.
Su brillante talento no era más notable que su mansedumbre. Muy
pronto fué discípulo sincero del Evangelio a la vez que el amigo de
más confianza de Lutero y su más valioso cooperador; su dulzura,
su discreción y su formalidad servían de contrapeso al valor y a la
energía de Lutero. La unión de estos dos hombres en la obra vigorizó
la Reforma y estimuló mucho a Lutero.
Augsburgo era el punto señalado para la verificación del juicio, y
allá se dirigió a pie el reformador. Sus amigos sintieron despertarse
en sus ánimos serios temores por él. Se habían proferido amenazas
sin embozo de que le secuestrarían y le matarían en el camino, y sus
amigos le rogaban que no se arriesgara. Hasta llegaron a aconsejarle
que saliera de Wittenberg por una temporada y que se refugiara entre
los muchos que gustosamente le protegerían. Pero él no quería dejar
por nada el lugar donde Dios le había puesto. Debía seguir soste-
niendo fielmente la verdad a pesar de las tempestades que se cernían
sobre él. Sus palabras eran éstas: “Soy como Jeremías, el hombre
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de las disputas y de las discordias; pero cuanto más aumentan sus
amenazas, más acrecientan mi alegría... Han destrozado ya mi honor
y mi reputación. Una sola cosa me queda, y es mi miserable cuerpo;
que lo tomen; abreviarán así mi vida de algunas horas. En cuanto a
mi alma, no pueden quitármela. El que quiere propagar la Palabra
de Cristo en el mundo, debe esperar la muerte a cada instante.”—
Id.,
lib. 4, cap. 4.
Las noticias de la llegada de Lutero a Augsburgo dieron gran sa-
tisfacción al legado del papa. El molesto hereje que había despertado
la atención del mundo entero parecía hallarse ya en poder de Roma,
y el legado estaba resuelto a no dejarle escapar. El reformador no se
había cuidado de obtener un salvoconducto. Sus amigos le instaron
a que no se presentase sin él y ellos mismos se prestaron a recabarlo
del emperador. El legado quería obligar a Lutero a retractarse, o si