Página 129 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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En la encrucijada de los caminos
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lado, declarando que era una mezcla de palabras tontas y de citas
desatinadas. Lutero se levantó con toda dignidad y atacó al orgulloso
prelado en su mismo terreno—el de las tradiciones y enseñanzas de
la iglesia—refutando completamente todas sus aseveraciones.
Cuando vió el prelado que aquellos razonamientos de Lutero
eran incontrovertibles, perdió el dominio sobre sí mismo y en un
arrebato de ira exclamó: “¡Retráctate! que si no lo haces, te envío a
Roma, para que comparezcas ante los jueces encargados de examinar
tu caso. Te excomulgo a ti, a todos tus secuaces, y a todos los que
te son o fueren favorables, y los expulso de la iglesia.” Y en tono
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soberbio y airado dijo al fin: “Retráctate o no vuelvas.”—D’Aubigné,
lib. 4, cap. 8.
El reformador se retiró luego junto con sus amigos, demostrando
así a las claras que no debía esperarse una retractación de su parte.
Pero esto no era lo que el cardenal se había propuesto. Se había
lisonjeado de que por la violencia obligaría a Lutero a someterse. Al
quedarse solo con sus partidarios, miró de uno a otro desconsolado
por el inesperado fracaso de sus planes.
Esta vez los esfuerzos de Lutero no quedaron sin buenos re-
sultados. El vasto concurso reunido allí pudo comparar a ambos
hombres y juzgar por sí mismo el espíritu que habían manifestado,
así como la fuerza y veracidad de sus asertos. ¡Cuán grande era el
contraste! El reformador, sencillo, humilde, firme, se apoyaba en la
fuerza de Dios, teniendo de su parte a la verdad; mientras que el
representante del papa, dándose importancia, intolerante, hinchado
de orgullo, falto de juicio, no tenía un solo argumento de las Santas
Escrituras, y sólo gritaba con impaciencia: “Si no te retractas, serás
despachado a Roma para que te castiguen.”
No obstante tener Lutero un salvoconducto, los romanistas in-
tentaban apresarle. Sus amigos insistieron en que, como ya era inútil
su presencia allí, debía volver a Wittenberg sin demora y que era
menester ocultar sus propósitos con el mayor sigilo. Conforme con
esto salió de Augsburgo antes del alba, a caballo, y acompañado so-
lamente por un guía que le proporcionara el magistrado. Con mucho
cuidado cruzó las desiertas y obscuras calles de la ciudad. Enemigos
vigilantes y crueles complotaban su muerte. ¿Lograría burlar las
redes que le tendían? Momentos de ansiedad y de solemne oración
eran aquéllos. Llegó a una pequeña puerta, practicada en el muro de