El destino del mundo predicho
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“Aquel espectáculo llenaba de espanto a los romanos; ¿qué sería
para los judíos? Toda la cumbre del monte que dominaba la ciudad
despedía fulgores como el cráter de un volcán en plena actividad. Los
edificios iban cayendo a tierra uno tras otro, en medio de un estrépito
tremendo y desaparecían en el abismo ardiente. Las techumbres
de cedro eran como sábanas de fuego, los dorados capiteles de
las columnas relucían como espigas de luz rojiza y los torreones
inflamados despedían espesas columnas de humo y lenguas de fuego.
Las colinas vecinas estaban iluminadas y dejaban ver grupos de
gentes que se agolpaban por todas partes siguiendo con la vista,
en medio de horrible inquietud, el avance de la obra destructora;
los muros y las alturas de la ciudad estaban llenos de curiosos que
ansiosos contemplaban la escena, algunos con rostros pálidos por
hallarse presa de la más atroz desesperación, otros encendidos por
la ira al ver su impotencia para vengarse. El tumulto de las legiones
romanas que desbandadas corrían de acá para allá, y los agudos
lamentos de los infelices judíos que morían entre las llamas, se
mezclaban con el chisporroteo del incendio y con el estrépito de
los derrumbes. En los montes repercutían los gritos de espanto y
los ayes de la gente que se hallaba en las alturas; a lo largo de los
muros se ora gritos y gemidos y aun los que morían de hambre
hacían un supremo esfuerzo para lanzar un lamento de angustia y
desesperación.
“Dentro de los muros la carnicería era aún más horrorosa que el
cuadro que se contemplaba desde afuera; hombres y mujeres, jóvenes
y viejos, soldados y sacerdotes, los que peleaban y los que pedían
misericordia, todos eran degollados en desordenada matanza. Superó
el número de los asesinados al de los asesinos. Para seguir matando,
los legionarios tenían que pisar sobre montones de cadáveres.”—
Milman,
History of the Jews,
libro 16.
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Destruído el templo, no tardó la ciudad entera en caer en poder
de los romanos. Los caudillos judíos abandonaron las torres que
consideraban inexpugnables y Tito las encontró vacías. Contempló-
las asombrado y declaró que Dios mismo las había entregado en sus
manos, pues ninguna m quina de guerra, por poderosa que fuera,
hubiera logrado hacerle dueño de tan formidables baluartes. La ciu-
dad y el templo fueron arrasados hasta sus cimientos. El solar sobre
el cual se irguiera el santuario fu‚ arado “como campo.”
Jeremías