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El Conflicto de los Siglos
cristianos. Miles de personas que se envanecen de su sabiduría y de
su espíritu independiente, consideran como una debilidad el tener fe
implicita en la Biblia; piensan que es prueba de talento superior y
científico argumentar con las Sagradas Escrituras y espiritualizar y
eliminar sus más importantes verdades. Muchos ministros enseñan
a sus congregaciones y muchos profesores y doctores dicen a sus
estudiantes que la ley de Dios ha sido cambiada o abrogada, y a
los que tienen los requerimientos de ella por válidos y dignos de
ser obedecidos literalmente, se los considera como merecedores tan
sólo de burla o desprecio.
Al rechazar la verdad, los hombres rechazan al Autor de ella.
Al pisotear la ley de Dios, se niega la autoridad del Legislador.
Es tan fácil hacer un ídolo de las falsas doctrinas y teorías como
tallar un ídolo de madera o piedra. Al representar falsamente los
atributos de Dios, Satanás induce a los hombres a que se formen
un falso concepto con respecto a él. Muchos han entronizado un
ídolo filosófico en lugar de Jehová, mientras que el Dios viviente,
tal cual está revelado en su Palabra, en Cristo y en las obras de
la creación, no es adorado más que por un número relativamente
pequeño. Miles y miles deifican la naturaleza al paso que niegan
al Dios de ella. Aunque en forma diferente, la idolatría existe en el
mundo cristiano de hoy tan ciertamente como existió entre el antiguo
Israel en tiempos de Elías. El Dios de muchos ase llamados sabios,
o filósofos, poetas, politicos, periodistas—el Dios de los circulos
selectos y a la moda, de muchos colegios y universidades y hasta
de muchos centros de teología—no es mucho mejor que Baal, el
dios-sol de los fenicios.
Ninguno de los errores aceptados por el mundo cristiano ataca
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más atrevidamente la autoridad de Dios, ninguno está en tan abierta
oposición con las enseñanzas de la razón, ninguno es de tan perni-
ciosos resultados como la doctrina moderna que tanto cunde, de que
la ley de Dios ya no es más de carácter obligatorio para los hombres.
Toda nación tiene sus leyes que exigen respeto y obediencia; ningún
gobierno podría subsistir sin ellas; ¿y es posible imaginarse que el
Creador del cielo y de la tierra no tenga ley alguna para gobernar
los seres a los cuales creó? Supongamos que los ministros más emi-
nentes se pusiesen a predicar que las leyes que gobiernan a su país y
amparan los derechos de los ciudadanos no estaban más en vigencia,