Capítulo 10—Dios en la naturaleza
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“Su gloria cubrió los cielos, y la tierra se llenó de su alabanza”.
Habacuc 3:3
.
En todas las cosas creadas se ve el sello de la Deidad. La natura-
leza da testimonio de Dios. La mente sensible, puesta en contacto
con el milagro y el misterio del universo, no puede dejar de reconocer
la obra del poder infinito. La producción abundante de la tierra y el
movimiento que efectúa año tras año alrededor del sol, no se deben
a su energía inherente. Una mano invisible guía a los planetas en
el recorrido de sus órbitas celestes. Una vida misteriosa satura toda
la naturaleza. Una vida que sostiene los innumerables mundos que
pueblan la inmensidad; que alienta al minúsculo insecto que flota
en el céfiro estival; que dirige el vuelo de la golondrina y alimenta a
los pichones de cuervos que graznan; que hace florecer el pimpollo
y convierte en fruto la flor.
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El mismo poder que sostiene la naturaleza, trabaja también en
el ser humano. Las mismas leyes que guían a la estrella y al átomo,
rigen la vida humana. Las leyes que gobiernan la acción del corazón
para regular la salida de la corriente de vida al cuerpo, son las leyes
de la poderosa Inteligencia que tiene jurisdicción sobre el alma. De
esa Inteligencia procede toda la vida. Únicamente en la armonía
con Dios se puede hallar la verdadera esfera de acción de la vida.
La condición para todos los objetos de su creación es la misma:
Una vida sostenida por la vida que se recibe de Dios, una vida que
esté en armonía con la voluntad del Creador. Transgredir su ley,
física, mental o moral, significa perder la armonía con el universo,
introducir discordia, anarquía y ruina.
Toda la naturaleza se ilumina para aquel que aprende así a in-
terpretar sus enseñanzas; el mundo es un libro de texto; la vida,
una escuela. La unidad del hombre con la naturaleza y con Dios,
el dominio universal de la ley, los resultados de la transgresión, no
pueden dejar de impresionar la mente y modelar el carácter.
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