La obediencia es la prueba de la verdadera religión, 4
de mayo
Porque cada árbol se conoce por su fruto; pues no se cosechan
higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas.
Lucas 6:44
.
“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe”.
2 Corintios 13:5
.
Algunas almas concienzudas, al leer esto inmediatamente empiezan a
criticar cada uno de sus sentimientos y emociones. Pero éste no es el
correcto autoexamen. No son los sentimientos y emociones insignifican-
tes los que hay que examinar. La vida, el carácter deben medirse por la
única regla del carácter, la ley santa de Dios. El fruto atestigua el carácter
del árbol. Nuestras obras, no nuestros sentimientos, darán testimonio de
nosotros.
Los sentimientos, ya sean de ánimo o de desánimo, no deberían
constituirse en la prueba de nuestra condición espiritual. Mediante la
Palabra de Dios debemos determinar nuestra verdadera condición ante él.
Muchos se confunden en esto. Cuando están felices y gozosos piensan
que son aceptos a Dios. Cuando sobreviene un cambio y se sienten
deprimidos piensan que Dios los ha abandonado... Dios no desea que
vayamos por la vida desconfiando de él... Cuando aún éramos pecadores
Dios dio a su Hijo para que muriera por nosotros. ¿Podemos dudar de su
bondad? ...
Pero un fiel cumplimiento del deber va de la mano de una apreciación
correcta del carácter de Dios. Hay una diligente tarea que realizar por
el Maestro. Cristo vino a predicar el Evangelio a los pobres y envió a
sus discípulos a hacer lo mismo que él hizo. Así envía hoy a sus obreros.
Hay que juntar gavillas en los caminos y vallados. Los tremendos pro-
blemas de la eternidad requieren de nosotros algo más que una religión
imaginaria, una religión de palabras y formas donde la verdad es dejada
en el atrio exterior para ser admirada como una hermosa flor; ... “El que
dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso,
y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verda-
deramente el amor de Dios se ha perfeccionado”.
1 Juan 2:4, 5
.—
The
Review and Herald, 28 de febrero de 1907
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