Página 188 - La Historia de la Redenci

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La Historia de la Redención
decididos a conseguir que el cuerpo de Jesús tuviera una sepultura
honorable.
José enfrentó osadamente a Pilato, y le pidió que le diera el cuer-
po de Jesús para sepultarlo. Este dio entonces una orden oficial para
que le fuera entregado. Mientras Juan, el discípulo, estaba ansioso
y perturbado por los sagrados restos de su amado Maestro, José de
Arimatea volvió con la autorización del gobernador; y Nicodemo,
anticipándose al resultado de la entrevista de José con Pilato, vino
con una costosa mezcla de mirra y áloes de unos cincuenta kilos de
peso. Los más honrados de Jerusalén no hubieran recibido mayores
muestras de respeto en ocasión de su muerte.
Con suavidad y reverencia estos hombres retiraron con sus pro-
pias manos el cuerpo de Jesús del instrumento de tortura, mientras
lágrimas de simpatía rodaban por sus mejillas al contemplar el cuer-
po lacerado del Señor, que bañaron y limpiaron cuidadosamente de
toda mancha de sangre. José era dueño de una tumba, cavada en la
roca, que estaba reservando para sí mismo; estaba cerca del Calvario,
y allí preparó sepulcro para Jesús. El cuerpo, junto con las sustancias
aromáticas traídas por Nicodemo, fue envuelto cuidadosamente en
un lienzo de lino, y los tres discípulos llevaron su preciosa carga a
ese sepulcro nuevo, donde nadie había yacido todavía. Extendieron
los magullados miembros y doblaron las contusas manos para colo-
carlas sobre el pecho inmóvil. Las mujeres galileas se aproximaron
para verificar que se hubiera hecho todo lo que se podía hacer para
el cuerpo sin vida de su amado Maestro. Vieron entonces cómo se
colocaba la pesada piedra a la entrada del sepulcro, y el Hijo de Dios
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quedó descansando allí. Las mujeres se quedaron hasta el final junto
a la cruz y junto a la tumba de Cristo.
Aunque los dirigentes judíos habían llevado a cabo su malvado
propósito de dar muerte al Hijo de Dios, su aprensión no disminuyó
ni murió su envidia. Mezclado con el gozo de la venganza satisfecha,
se hallaba siempre presente el temor de que su cadáver, que yacía
en la tumba de José, surgiera de nuevo a la vida. Por lo tanto “los
principales sacerdotes y los fariseos [comparecieron] ante Pilato,
diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo
aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se asegure
el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos
de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los