El Cristo que mora en nosotros
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sión de su bondad, de su amor. Contemplamos su carácter, y así él
está presente en todos nuestros pensamientos. Su amor nos abarca.
Si observamos aunque no sea más que por un momento el sol en su
gloria meridiana, cuando apartemos nuestros ojos su imagen apa-
recerá en todo cuanto veamos. Así ocurre cuando contemplamos a
Jesús; todo lo que miramos refleja su imagen, la imagen del Sol de
justicia. No podemos ver ninguna otra cosa, ni hablar de ninguna
otra cosa. Su imagen está impresa en los ojos del espíritu y afecta
toda porción de nuestra vida diaria, suavizando y subyugando toda
nuestra naturaleza. Al contemplarlo, somos conformados a la se-
mejanza divina, a la semejanza de Cristo. Ante todos aquellos con
quienes nos asociamos reflejamos los brillantes y alegres rayos de
su justicia. Hemos sido transformados en carácter; pues el corazón,
el espíritu y la mente han sido inundados de los reflejos de aquel que
nos amó y dio su vida por nosotros. Aquí de nuevo se manifiesta una
influencia viva y personal que mora en nuestro corazón por la fe.
Cuando sus palabras de instrucción han sido recibidas y han
tomado posesión de nosotros, Jesús es para nosotros una presencia
permanente que gobierna nuestros pensamientos, nuestras ideas
y nuestras acciones. Somos imbuidos de la instrucción del mayor
Maestro que el mundo conoció jamás. Un sentido de responsabilidad
humana y de influencia humana da carácter a nuestros puntos de
vista con respecto a la vida y a los deberes diarios. Cristo Jesús lo
es todo para nosotros: el primero, el último, el mejor en todas las
cosas. Jesucristo, su espíritu, su carácter, da color a todas las cosas;
es la trama y la urdimbre, la misma textura de nuestro ser entero.
Las palabras de Cristo son espíritu y son vida. No podemos, pues,
concentrar nuestros pensamientos en el yo; no somos ya nosotros los
que vivimos, sino que Cristo vive en nosotros, y él es la esperanza de
gloria. El yo está muerto, y Cristo es un Salvador vivo. Al continuar
mirando a Jesús, reflejamos su imagen hacia todos los que nos
rodean. No podemos detenernos a considerar nuestros desalientos, o
aun a hablar de ellos; pues un cuadro más agradable atrae nuestra
vista: el precioso amor de Jesús. Él vive en nosotros por la palabra
de verdad.—
Testimonios para los Ministros, 387-390
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