El valor de la recreación
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insensata que caigan en lo absurdo. Podemos dirigirlas de modo tal
que beneficien y eleven a aquellos con quienes nos relacionamos
y nos habiliten mejor, lo mismo que a ellos, para cumplir con más
éxito los deberes que nos corresponden como cristianos.
A la vista de Dios estamos sin excusa si participamos en diver-
siones que tienden a inhabilitarnos para el desempeño fiel de los
deberes ordinarios de la vida y disminuyen así nuestro gusto por
la contemplación de Dios y de las cosas celestiales. La religión de
Cristo es de influencia animadora y elevadora. Está por encima de
todo lo que sea bromas y charlas vanas y frívolas. En todos nuestros
momentos de recreación debiéramos obtener de la Fuente Divina de
fuerza, nuevo valor y poder para elevar con más éxito nuestras vidas
hacia la pureza, la verdadera bondad y la santidad.
El amor a lo bello
El mismo gran Dios es amante de lo hermoso. Nos ha dado
evidencia inconfundible de ello en la obra de sus manos. Plantó
para nuestros primeros padres un hermoso jardín en Edén. La tierra
produjo toda clase de árboles majestuosos, para utilidad y adorno.
Fueron formadas las hermosas flores, de raro encanto, de todos los
tonos y matices, y perfumaron el aire. Los alegres pájaros cantores,
de variado plumaje, entonaron sus cánticos de alabanza al Creador.
Era el propósito de Dios que el hombre hallase la felicidad atendien-
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do las cosas que él había creado, y que satisficiese sus necesidades
con los frutos de los árboles del jardín.
Dios, que hizo el hogar de nuestros primeros padres en Edén
encantador en gran manera, ha dado también para nuestra felicidad
los nobles árboles, las hermosas flores y todo lo bello de la naturale-
za. Nos ha dado estas muestras de su amor para que tengamos un
concepto acertado de su carácter.
Ha implantado en el corazón de sus hijos el amor a lo bello.
Pero muchos han pervertido este amor. Los beneficios y las bellezas
que Dios nos ha otorgado han sido adorados, mientras el glorioso
Dador ha sido olvidado. Es ésta una necia ingratitud. Deberíamos
reconocer el amor de Dios hacia nosotros en todas sus obras creadas,
y nuestros corazones deberían responder a estas evidencias de su
amor, dándole sus mejores y más sagrados afectos.