En el desierto
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sábado durante los cuarenta años de peregrinaciones, que a pesar
de que Dios no les impidió entrar en Canaán, declaró que serían
diseminados entre los paganos después de establecerse en la tierra
prometida.
De Cades los hijos de Israel habían regresado al desierto; y una
vez terminada su estada allí, “llegaron [...] toda la congregación, al
desierto de Zin, en el mes primero, y acampó el pueblo en Cades”.
Números 20:1
.
Allí murió y fue sepultada María. Tal fue la suerte de los millones
que con grandes esperanzas salieron de Egipto. De la escena de
regocijo a orillas del Mar Rojo, cuando Israel salió con cantos y
danzas a celebrar el triunfo de Jehová, llegaron a la sepultura del
desierto, fin de toda una vida de peregrinación. El pecado había
arrebatado de sus labios la copa de la bendición. ¿Aprendería la
próxima generación la lección?
“Con todo esto, volvieron a pecar y no dieron crédito a sus ma-
ravillas. [...] Si los hacía morir, entonces buscaban a Dios; entonces
se volvían solícitos en busca suya, y se acordaban de que Dios era
su refugio, que el Dios altísimo era su redentor”. Pero no se vol-
vían a Dios con un propósito sincero. Aunque al verse atacados y
amenazados por sus enemigos, pedían la ayuda del único que podía
librarlos, “sus corazones no eran rectos con él ni permanecieron
firmes en su pacto. Pero él, misericordioso, perdonaba la maldad
y no los destruía; apartó muchas veces su ira y no despertó todo
su enojo. Se acordó de que eran carne, soplo que va y no vuelve”.
Salmos 78:32-35, 37-39
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