Página 430 - Historia de los Patriarcas y Profetas (1954)

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Historia de los Patriarcas y Profetas
nos para prohibirles que imiten el espíritu y las costumbres de los
impíos. Cristo nos dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están
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en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está
en él.” “La amistad del mundo es enemistad con Dios. Cualquiera
pues, que quisiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de
Dios.”
1 Juan 2:15
;
Santiago 4:4
. Los que siguen a Cristo deben
separarse de los pecadores y buscar su compañía tan sólo cuando
haya oportunidad de beneficiarlos. No podemos ser demasiado fir-
mes en la decisión de evitar la compañía de aquellos cuya influencia
tiende a alejarnos de Dios. Mientras oramos: “No nos dejes caer en
tentación,” debemos evitar la tentación en todo lo posible.
Los israelitas fueron inducidos al pecado, precisamente cuando
se hallaban en una condición de ocio y seguridad aparente. Se ol-
vidaron de Dios, descuidaron la oración, y fomentaron un espíritu
de seguridad y confianza en sí mismos. El ocio y la complacencia
propia dejaron la ciudadela del alma sin resguardo alguno, y entra-
ron pensamientos viles y degradados. Los traidores que moraban
dentro de los muros fueron quienes destruyeron las fortalezas de
los sanos principios y entregaron a Israel en manos de Satanás. Así
precisamente es cómo Satanás procura aún la ruina del alma. Antes
que el cristiano peque abiertamente, se verifica en su corazón un
largo proceso de preparación que el mundo ignora. La mente no
desciende inmediatamente de la pureza y la santidad a la deprava-
ción, la corrupción y el delito. Se necesita tiempo para que los que
fueron formados en semejanza de Dios se degraden hasta llegar a
lo brutal o satánico. Por la contemplación nos transformamos. Al
nutrir pensamientos impuros en su mente, el hombre puede educarla
de tal manera que el pecado que antes odiaba se le vuelva agradable.
Satanás emplea todos los medios posibles para popularizar el
delito y los vicios envilecedores. No podemos transitar por las calles
de nuestras ciudades sin notar cómo se presentan descaradamente
actividades delictuosas en alguna novela o en algún escenario teatral.
La mente se educa en la familiaridad con el pecado. Los periódicos
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y las revistas del día recuerdan constantemente al pueblo la conducta
que siguen los depravados y viles; en relatos palpitantes le describen
todo lo capaz de despertar las pasiones. Tanto lee y oye la gente con
respecto a crímenes degradantes, que aun los que fueran una vez
dotados de una conciencia sensible, a la cual hubieran horrorizado