Las escuelas de los profetas
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de antaño, el gran propósito de todo estudio era aprender la voluntad
de Dios y la obligación del hombre hacia él. En los anales de la
historia sagrada, se seguían los pasos de Jehová. Se recalcaban las
grandes verdades presentadas por los símbolos o figuras y la fe
trababa del objeto central de todo aquel sistema: el Cordero de Dios
que había de quitar el pecado del mundo.
Se fomentaba un espíritu de devoción. No solamente se les
decía a los estudiantes que debían orar, sino que se les enseñaba a
orar, a aproximarse a su Creador, a ejercer fe en él, a comprender
y obedecer las enseñanzas de su Espíritu. Intelectos santificados
sacaban del tesoro de Dios cosas nuevas y viejas, y el Espíritu de
Dios se manifestaba en profecías y cantos sagrados. Se empleaba la
música con un propósito santo, para elevar los pensamientos hacia
aquello que es puro, noble y enaltecedor, y para despertar en el alma
la devoción y la gratitud hacia Dios. ¡Cuánto contraste hay entre
la antigua costumbre y los usos que con frecuencia se le da hoy
a la música! ¡Cuántos son los que emplean este don especial para
ensalzarse a sí mismos, en lugar de usarlo para glorificar a Dios!
El amor a la música conduce a los incautos a participar con los
amantes de lo mundano en las reuniones de placer adonde Dios
prohibió a sus hijos que fueran. Así lo que es una gran bendición
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cuando se lo usa correctamente se convierte en uno de los medios
más certeramente empleados por Satanás para desviar la mente del
deber y de la contemplación de las cosas eternas.
La música forma parte del culto tributado a Dios en los atrios
celestiales, y en nuestros cánticos de alabanza debiéramos procurar
aproximarnos tanto como sea posible a la armonía de los coros
celestiales. La educación apropiada de la voz es un rasgo importante
en la preparación general, y no debe descuidarse. El canto, como
parte del servicio religioso, es tanto un acto de culto como lo es
la oración. El corazón debe sentir el espíritu del canto para darle
expresión correcta.
¡Cuánta diferencia media entre aquellas escuelas donde ense-
ñaban los profetas de Dios, y nuestras instituciones modernas de
saber! ¡Cuán pocas escuelas pueden encontrarse que no se rijan por
las máximas y costumbres del mundo! Hay una falta deplorable de
gobierno y disciplina. Es alarmante la ignorancia que existe acer-
ca de la Palabra de Dios entre los que se hacen llamar cristianos.