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Servicio Cristiano
campos abiertos, hermosos huertos, quintas cultivadas. Delante de
nosotros iba un carro cargado de provisiones pare nuestra comitiva.
Pronto se detuvo el carro, y el grupo se dispersó por todas partes
en busca de frutas. En derredor del carro había matorrales altos y
bajos, cargados de grandes y hermosas fresas; pero todos miraban
demasiado lejos para verlas. Empecé a juntar fruta allí cerca, pero
con mucho cuidado, para no cosechar la fruta verde que estaba de
tal manera mezclada con la madura que podía sacar tan sólo una o
dos fresas de cada racimo.
Algunas fresas hermosas y grandes habían caído al suelo, y
estaban medio consumidas por gusanos e insectos. “¡Oh!—pensaba
yo—, si hubiésemos entrado en este campo antes, toda esta preciosa
fruta podría haberse salvado. Pero ahora es demasiado tarde. Sin
embargo, voy a alzar esto del suelo para ver si queda algo de bueno.
Aun cuando toda la fruta esté echada a perder, por lo menos podré
mostrar a los hermanos lo que habrían encontrado si no hubiesen
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llegado demasiado tarde.”
En este preciso instante, se acercaron lentamente dos o tres
miembros de la comitiva adonde yo estaba. Iban charland, y parecían
muy entretenidos con la compañía mutua que se hacían. Al verme,
dijeron:
—Hemos buscado por todas partes, y no podemos encontrar
fruta.
Miraron con asombro la cantidad que yo tenía. Dije:
—Se puede juntar más en estos matorrales.
Empezaron a juntar, pero en seguida dejaron, diciendo:
—No es justo que nosotros trabajemos acá; Vd. encontró este
lugar, y la fruta es suya.
Pero yo repliqué:
—Esto no importa nada. Junten fruta dondequiera que la encuen-
tren. Este es el campo de Dios, y la fruta le pertenece; es privilegio
de Vds. juntarla.
Pero no tardé en estar sola otra vez. A cada rato oía conversar y
reir al lado del carro.
—¿Qué están haciendo?—pregunté en alta voz a los que estaban
allí.