Jesús, nuestro modelo, dependía de la oración, 1 de enero
Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran
clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su
temor reverente.
Hebreos 5:7
.
La noche se estaba acercando cuando Jesús llamó a su lado a tres de sus
discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y los condujo a través de los campos, y por
una senda escarpada, hasta una montaña solitaria...
La luz del sol poniente se detenía en la cumbre y doraba con su gloria des-
vaneciente el sendero que recorrían. Pero pronto la luz desapareció tanto de las
colinas como de los valles y el sol se hundió bajo el horizonte occidental, y los
viajeros solitarios quedaron envueltos en la oscuridad de la noche...
Finalmente Cristo les dice que no han de ir más lejos. Apartándose un poco
de ellos, el Varón de dolores derrama sus súplicas con fuerte clamor y lágrimas.
Implora fuerzas para soportar la prueba en favor de la humanidad. Él mismo
debe establecer nueva comunión con la Omnipotencia, porque únicamente así
puede contemplar lo futuro. Y vuelca los anhelos de su corazón en favor de sus
discípulos, para que en la hora del poder de las tinieblas no les falte la fe...
Al principio los discípulos unen sus oraciones a las suyas con sincera devo-
ción; pero después de un tiempo los vence el cansancio y, a pesar de que procuran
sostener su interés en la escena, se duermen. Jesús les ha hablado de sus sufri-
mientos; los trajo consigo esta noche para que pudiesen orar con él; aún ahora está
orando con ellos. El Salvador ha visto la tristeza de sus discípulos, y ha deseado
aliviar su pesar dándoles la seguridad de que su fe no ha sido inútil... Ahora, su
principal petición es que les sea dada una manifestación de la gloria que tuvo con
el Padre antes que el mundo fuese, que su reino sea revelado a los ojos humanos,
y que sus discípulos sean fortalecidos para contemplarlo. Ruega que ellos puedan
presenciar una manifestación de su divinidad que los consuele en la hora de su
agonía suprema, con el conocimiento de que él es seguramente el Hijo de Dios, y
que su muerte ignominiosa es parte del plan de la redención.
Su oración es oída. Mientras está postrado humildemente sobre el suelo pedre-
goso, los cielos se abren de repente, las áureas puertas de la ciudad de Dios quedan
abiertas de par en par, y una irradiación santa desciende sobre el monte, rodeando
la figura del Salvador. Su divinidad interna refulge a través de la humanidad, y
va al encuentro de la gloria que viene de lo alto. Levantándose de su posición
postrada, Cristo se destaca con majestad divina. Ha desaparecido la agonía de su
alma. Su rostro brilla ahora “como el sol” y sus vestiduras son “blancas como la
luz”.—
El Deseado de Todas las Gentes, 388, 389
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