La separación del mundo
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No necesitamos ir a tierras paganas para manifestar nuestros deseos
de consagrarlo todo a Dios en una vida útil y abnegada. Debemos
hacer esto en el círculo del hogar, en la iglesia, entre aquellos con
quienes tratamos y con aquellos con quienes hacemos negocios. En
las mismas vocaciones comunes de la vida es donde se ha de negar al
yo y mantenerlo en sujeción. Pablo podía decir: “Cada día muero.”
1
Corintios 15:31
. Es esa muerte diaria del yo en las pequeñas transac-
ciones de la vida lo que nos hace vencedores. Debemos olvidar el yo
por el deseo de hacer bien a otros. A muchos les falta decididamente
amor por los demás. En vez de cumplir fielmente su deber, procuran
más bien su propio placer.
Dios impone positivamente a todos los que le siguen el deber
de beneficiar a otros con su influencia y recursos, y de procurar de
él la sabiduría que los habilitará para hacer todo lo que esté en su
poder para elevar los pensamientos y los afectos de aquellos sobre
quienes pueden ejercer su influencia. Al obrar por los demás, se
experimentará una dulce satisfacción, una paz íntima que será sufi-
ciente recompensa. Cuando estén movidos por un elevado y noble
deseo de hacer bien a otros, hallarán verdadera felicidad en el cum-
plimiento de los múltiples deberes de la vida. Esto les proporcionará
algo más que una recompensa terrenal; porque todo cumplimiento
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fiel y abnegado del deber es notado por los ángeles, y resplandece
en el registro de la vida. En el cielo nadie pensará en sí mismo, ni
buscará su propio placer; sino que todos, por amor puro y genuino,
procurarán la felicidad de los seres celestiales que los rodeen. Si
deseamos disfrutar de la sociedad celestial en la tierra renovada,
debemos ser gobernados aquí por los principios celestiales.
Cada acto de nuestra vida afecta a otros para bien o para mal.
Nuestra influencia tiende hacia arriba o hacia abajo; los demás la
sienten, obran de acuerdo con ella, y la reproducen en mayor o menor
grado. Si por nuestro ejemplo ayudamos a otros a adquirir buenos
principios, les impartimos poder de obrar el bien. A su vez, ellos ejer-
cen la misma influencia benéfica sobre otros, y así ejercemos sobre
centenares y millares de personas nuestra influencia inconsciente.
Pero, si por nuestros actos fortalecemos o ponemos en actividad las
malas facultades que poseen los que nos rodean, participamos de
su pecado, y tendremos que dar cuenta por el bien que podríamos