Página 259 - Joyas de los Testimonios 1 (1971)

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La necesidad del dominio propio
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Cuando la esposa entrega su cuerpo y su mente al dominio de
su esposo, y se somete pasiva y totalmente a su voluntad en todo,
sacrificando su conciencia, su dignidad y aun su identidad, pierde la
oportunidad de ejercer la poderosa y benéfica influencia que debiera
poseer para elevar a su esposo. Podría suavizar su carácter severo, y
podría ejercer su influencia santificadora de tal modo que lo refinase
y purificase, induciéndole a luchar fervorosamente para gobernar
sus pasiones, a ser más espiritual, a fin de que puedan participar
juntos de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción
que impera en el mundo por la concupiscencia.
El poder de la influencia puede ser grande para inspirar a la men-
te temas elevados y nobles, por encima de las complacencias bajas
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y sensuales que procura por naturaleza el corazón que no ha sido
regenerado por la gracia. Si la esposa considera que, a fin de agradar
a su esposo debe rebajar sus normas, cuando la pasión animal es la
base principal del amor de él y controla sus acciones, desagrada a
Dios, porque deja de ejercer una influencia santificadora sobre su
esposo. Si le parece que debe someterse a sus pasiones animales sin
una palabra de protesta, no comprende su deber con él ni con Dios.
Los excesos sexuales destruirán ciertamente el amor por los ejerci-
cios devocionales, privarán al cerebro de la substancia necesaria para
nutrir el organismo y agotarán efectivamente la vitalidad. Ninguna
mujer debe ayudar a su esposo en esta obra de destrucción propia.
No lo hará si ha sido iluminada al respecto y le ama de verdad.
Abnegación y temperancia
Cuanto más se satisfacen las pasiones animales, tanto más fuer-
tes se vuelven y más violentos serán los deseos de complacerlas.
Comprendan su deber los hombres y mujeres que temen a Dios.
Muchos cristianos profesos sufren de parálisis de los nervios y del
cerebro debido a su intemperancia en este sentido. Hieden de podre-
dumbre los huesos y tuétanos de muchos que son considerados como
hombres buenos, que oran y lloran, que ocupan puestos elevados,
pero cuyos cuerpos contaminados no cruzarán los portales de la
ciudad celestial.
¡Ojalá que pudiese hacer comprender a todos su obligación ha-
cia Dios en cuanto a conservar en la mejor condición el organismo