La fe en Dio
Mientras me hallaba en Battle Creek, estado de Míchigan, el 5 de
mayo de 1855, vi que había una gran falta de fe entre los siervos de
Dios, como también entre la iglesia. Se desaniman con demasiada
facilidad, propenden demasiado a dudar de Dios y creer que les
toca una suerta dura y que Dios los ha abandonado. Vi que esto era
cruel. Dios los amó de tal manera que dió a su Hijo amado para que
muriese por ellos, y todo el cielo estaba interesado en su salvación.
Sin embargo, después de todo lo que se hizo por ellos, les costaba
confiar en un Padre tan bondadoso y amante. El ha dicho que está
más dispuesto a conceder el Espíritu Santo a quienes se lo piden
que los padres terrenales a dar buenas dádivas a sus hijos. Vi que los
siervos de Dios y la iglesia se desanimaban con excesiva facilidad.
Cuando pedían a su Padre celestial cosas que creían necesarias y no
las recibían inmediatamente, su fe vacilaba, su valor desaparecía, y
se posesionaba de ellos un sentimiento de murmuración. Vi que esto
desagradaba a Dios.
Todo santo que se allega a Dios con un corazón fiel, y eleva sus
sinceras peticiones a él con fe, recibirá contestación a sus oraciones.
Vuestra fe no debe desconfiar de las promesas de Dios, porque no
veáis o sintáis la inmediata respuesta a vuestras oraciones. No temáis
confiar en Dios. Fiad en su segura promesa: “Pedid, y recibiréis.”
Juan 16:24
. Dios es demasiado sabio para errar, y demasiado bueno
para privar de cualquier cosa buena a sus santos que andan ínte-
gramente. El hombre está sujeto a errar, y aunque sus peticiones
asciendan de un corazón sincero, no siempre pide las cosas que sean
buenas para sí mismo; o que hayan de glorificar a Dios. Cuando tal
cosa sucede, nuestro sabio y bondadoso Padre oye nuestras oracio-
nes, y nos contesta, a veces inmediatamente; pero nos da las cosas
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que son mejores para nosotros y para su propia gloria. Si pudiésemos
apreciar el plan de Dios cuando nos envía sus bendiciones, veríamos
claramente que él sabe lo que es mejor para nosotros, y que nuestras
Testimonios para la Iglesia 1:120, 121 (1855)
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