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Egoísmo y egocentrismo
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ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni
apagará el pábilo que humeare”.—
La Historia de Profetas y Reyes,
511 (1917)
.
El remedio divino para el egoísmo y la exaltación propia
Hay en el hombre una disposición a estimarse más que a su hermano,
a trabajar para sí, a buscar el puesto más alto; y con frecuencia esto
produce malas sospechas y amargura de espíritu. El rito que precede
a la cena del Señor, está destinado a aclarar estos malentendidos, a
sacar al hombre de su egoísmo, a bajarle de sus zancos de exaltación
propia y darle la humildad de corazón que le inducirá a servir a su
hermano.
El santo Vigilante del cielo está presente en estos momentos
para hacer de ellos momentos de escrutinio del alma, de convicción
del pecado y de bienaventurada seguridad de que los pecados están
perdonados. Cristo, en la plenitud de su gracia, está allí para cambiar
la corriente de los pensamientos que han estado dirigidos por cauces
egoístas. El Espíritu Santo despierta las sensibilidades de aquellos
que siguen el ejemplo de su Señor.
Al ser recordada así la humillación del Salvador por nosotros,
los pensamientos se vinculan con los pensamientos; se evoca una
cadena de recuerdos de la gran bondad de Dios y del favor y ternura
de los amigos terrenales. Se recuerdan las bendiciones olvidadas, las
mercedes de las cuales se abusó, las bondades despreciadas. Quedan
puestas de manifiesto las raíces de amargura que habían ahogado
la preciosa planta del amor. Los defectos del carácter, el descuido
de los deberes, la ingratitud hacia Dios, la frialdad hacia nuestros
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hermanos, son tenidos en cuenta. Se ve el pecado como Dios lo
ve. Nuestros pensamientos no son pensamientos de complacencia
propia, sino de severa censura propia y humillación. La mente queda
vivificada para quebrantar toda barrera que causó enajenamiento. Se
ponen a un lado las palabras y los pensamientos malos. Se confiesan
y perdonan los pecados. La subyugadora gracia de Cristo entra en
el alma, y el amor de Cristo acerca los corazones unos a otros en
bienaventurada unidad.—
El Deseado de Todas las Gentes, 605, 606
(1898)
.
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