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Mente, Cáracter y Personalidad 1
Dios le ha dado. El cerebro es la capital del cuerpo. Si las facultades
perceptivas son entorpecidas por cualquier clase de intemperancia,
no se disciernen las cosas eternas.—
The Review and Herald, 8 de
septiembre de 1874
;
Mensajes para los Jóvenes, 234
.
La tiranía de la costumbre
—La fuerza o la debilidad de la
mente tienen mucho que ver con nuestra utilidad en este mundo
y con nuestra salvación final. Es deplorable la ignorancia que ha
prevalecido con respecto a la ley de Dios y nuestra naturaleza física.
La intemperancia de cualquier clase es una violación de las leyes de
nuestro ser. La imbecilidad prevalece en un grado terrible. El pecado
se hace atrayente bajo el manto de luz con que Satanás lo cubre, y
él se complace en retener el mundo cristiano en sus hábitos diarios
bajo la tiranía de las costumbres, como los paganos, y gobernado
por el apetito.—
The Review and Herald, 8 de septiembre de 1874
;
Mensajes para los Jóvenes, 235
.
Vigilemos la ciudadela
—Todos deberían sentir la necesidad de
mantener la naturaleza moral fortalecida por una vigilancia constan-
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te. Como centinelas fieles, deberían guardar la ciudadela del alma, y
nunca sentir que pueden aflojar su vigilancia ni por un momento.—
Counsels on Health, 411 (1879)
.
La mente bien educada no vacila
—La mente debe ser adies-
trada por medio de pruebas diarias hasta lograr hábitos de fidelidad,
hasta obtener un sentido de las exigencias de lo recto y del deber por
sobre las inclinaciones y los placeres. Las mentes así educadas no
vacilarán entre lo correcto y lo equivocado, como si fuera una caña
mecida por el viento; pero tan pronto como el problema se presenta
ante ellas, descubren de inmediato el principio que está involucra-
do, e instintivamente eligen lo correcto sin debatir largamente el
asunto. Son leales porque se han adiestrado por medio de hábitos de
fidelidad y de verdad.—
Testimonies for the Church 3:22 (1872)
.
La ciudadela no protegida
—Por la contemplación somos trans-
formados. Aunque formado a la imagen de su Hacedor, el hombre
puede educar de tal modo su mente que el pecado que una vez des-
preciaba llegue a ser un placer para él. Al dejar de velar y orar, deja
de proteger la ciudadela, el corazón, y se compromete con el pecado
y el crimen. La mente se envilece, y es imposible elevarla de la
corrupción mientras se adiestra para esclavizar los poderes morales
e intelectuales y ponerlos bajo la sujeción de pasiones groseras. Ha