Página 102 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
reviví. La luz del cielo descansó sobre mí y pronto perdí el contacto
con las cosas terrenas. Mi ángel acompañante presentó delante de
mí algunos de los errores de las personas que nos acompañaban, y
también la verdad en contraste con esos errores. Los conceptos dis-
cordantes que ellos pretendían que estaban de acuerdo con la Biblia,
estaban únicamente de acuerdo con la opinión que ellos tenían de
la Biblia, por lo que debían abandonar esos errores y unirse en el
mensaje del tercer ángel. Nuestra reunión tuvo un final triunfante.
La verdad ganó la victoria. Los hermanos renunciaron a sus erro-
res y se unieron en el mensaje del tercer ángel. Dios los bendijo
abundantemente y añadió nuevos conversos.
De Volney viajamos a Port Gibson para asistir a una reunión en
el galpón del hermano Edson. Había presente personas que amaban
la verdad, pero que habían prestado atención al error y lo habían
creído. El Señor manifestó su poder entre nosotros antes de la fi-
nalización de la reunión. Nuevamente se me mostró en visión la
importancia de que los hermanos del sector este del Estado de Nueva
York abandonaran sus diferencias y se unieran en la verdad bíblica.
Regresamos a Middletown, donde habíamos dejado a nuestro
hijo durante nuestro viaje por el oeste. Y ahora tuvimos que hacer
frente a un penoso deber. Por el bien de las almas consideramos que
debíamos sacrificar la compañía de nuestro pequeño Enrique, a fin
de entregarnos sin reservas a la obra. Mi salud era deficiente y era
inevitable que tendría que dedicar una buena parte de mi tiempo a
su cuidado. Fue una prueba muy severa, y sin embargo no me atreví
a convertir al niño en un estorbo para el cumplimiento de mi deber.
Yo creía que el Señor le había salvado la vida cuando había estado
enfermo, y que si yo permitía que él me estorbara en el cumplimiento
de mi deber, Dios me lo quitaría. Sola ante el Señor, con sentimientos
de dolor y muchas lágrimas, hice el sacrificio y renuncié a mi hijo
único, que entonces tenía un año de edad, entregándolo a otra mujer
para que hiciera las veces de madre y lo amara como una madre. Lo
dejamos con la familia del hermano Howland, en quien teníamos
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completa confianza. Estaban dispuestos a aumentar sus cargas con
tal de dejarnos tan libres como fuera posible para que trabajáramos
en la causa de Dios. Sabíamos que ellos podían cuidar mejor a
Enrique de lo que yo podría hacer mientras viajaba, y que era para
su propio bien tener un hogar y una buena disciplina. Me resultó