Página 124 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
normalmente. Todas las mañanas nos dirigíamos a un bosquecillo
cercano a fin de unirnos en oración. Sentíamos gran preocupación
por saber cuál era nuestro deber. Recibíamos continuamente cartas
de distintos lugares en las que se nos instaba a asistir a las reuniones
campestres de reavivamiento espiritual. A pesar de nuestra determi-
nación de dedicarnos a escribir, resultaba difícil rehusar reunirnos
con nuestros hermanos en esas importantes convocaciones. Orába-
mos fervientemente pidiendo sabiduría para discernir cuál era el
curso que debíamos seguir.
El sábado de mañana, como de costumbre, fuimos juntos al bos-
quecillo, y mi esposo oró fervientemente tres veces. Se resistía a
dejar de rogar a Dios pidiendo su conducción y bendiciones espe-
ciales. Sus oraciones fueron escuchadas, y la paz y la luz invadieron
nuestros corazones. Alabó a Dios y dijo: “Ahora lo dejo todo en
manos de Jesús. Siento una dulce paz celestial, y la seguridad de que
el Señor nos mostrará cuál es nuestro deber, porque deseamos hacer
su voluntad”. Me acompañó al Tabernáculo, e inició los servicios
con canto y oración. Era la última vez que me acompañaría en el
púlpito.
El lunes siguiente tuvo mucha fiebre, y al día siguiente yo tam-
bién padecí del mismo mal. Nos llevaron a ambos al sanatorio para
darnos tratamiento. El viernes disminuyeron mis síntomas. El mé-
dico me informó que mi esposo sentía deseos de dormir y que su
condición era muy grave. Me llevaron inmediatamente a su cuarto,
y en cuanto le ví la cara me di cuenta que estaba muriendo. Procuré
despertarlo. El comprendió todo lo que se le decía y respondió con
sí o no a todas las preguntas que pudo contestar, pero fue incapaz de
decir más. Cuando le dije que me parecía que estaba muriendo, no
manifestó ninguna sorpresa. Le pregunté si encontraba consuelo en
Jesús. Contestó: “Sí, oh, sí”. “¿No tienes deseos de vivir?”, pregunté.
El contestó: “No”.
A continuación nos arrodillamos a su lado y oramos por él. Una
expresión de paz invadió su rostro. Le dije: “Jesús te ama. Estás
sostenido por los brazos eternos”. Respondió: “Sí”.
Luego el hermano Smith y otros hermanos oraron junto a su
lecho, y se retiraron para pasar gran parte de la noche en oración.
Mi esposo dijo que no sentía dolor, pero era evidente que se iba
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debilitando con rapidez. El Dr. Kellogg y sus ayudantes hicieron