Página 30 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
los que buscaban ayuda. Pero abrigaba en mi corazón el sentimiento
de que nunca sería digna de ser llamada hija de Dios. La falta de con-
fianza en mí misma y la convicción de que sería imposible hacer que
otros comprendieran mis sentimientos, me impedía buscar consejo
y ayuda de mis amigos cristianos. Debido a eso anduve extraviada
innecesariamente en tinieblas y desesperación, mientras ellos, que
no habían penetrado mi reserva, desconocían completamente cuál
era mi verdadera condición.
Una noche mi hermano Roberto y yo volvíamos a casa después
de asistir a la última reunión del día, luego de escuchar un sermón
sumamente impresionante acerca del reino de Cristo que se aproxi-
maba a este mundo, seguido de una fervorosa y solemne invitación
a los cristianos y pecadores en la que se los urgía a prepararse para
el juicio y la venida del Señor. Lo que escuché había agitado mis
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sentimientos. Mi sensación de culpabilidad era tan profunda que
temía que el Señor no se compadecería de mí esa noche y no me
permitiría llegar al hogar sin castigarme.
Estas palabras continuaban resonando en mis oídos: “¡El día
grande de Jehová está cercano! ¿Quién podrá estar en pie cuando
él se manifieste?” El ruego que surgía en mi corazón era: “¡No
me destruyas, oh Señor, durante la noche! ¡No me quites mientras
permanezco en mis pecados, sino que ten piedad de mí y sálvame!”
Por primera vez procuré explicar mis sentimientos a mi hermano
Roberto, quien era dos años mayor que yo. Le dije que no me atrevía
a descansar ni dormir hasta tener la seguridad de que Dios había
perdonado mis pecados.
Mi hermano no contestó en seguida, y pronto comprendí cuál era
la causa de su silencio; estaba llorando por simpatía con mi aflicción.
Esto me animó a confiar más aún en él y a contarle que había deseado
la muerte en los días cuando la vida me parecía ser una carga tan
pesada que no podía llevarla. Pero ahora, el pensamiento de que
podría morir en mi actual condición pecadora y perderme para la
eternidad, me llenaba de terror. Le pregunté si él pensaba que Dios
estaría dispuesto a perdonarme la vida durante esa noche, si yo la
pasaba en angustiosa oración. Me contestó: “Estoy convencido que
él lo hará si se lo pides con fe. Oraré por ti y por mí mismo. Elena,
no olvides nunca las palabras que hemos escuchado esta noche”.