Mi conversión
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Después de haber regresado a casa, pasé la mayor parte de la
noche en oración y lágrimas. Una razón que me inducía a ocultar
mis sentimientos a mis amigos, era que temía escuchar palabras des-
alentadoras. Mi esperanza era tan tenue, y mi fe tan débil, que temía
que si otra persona llegaba a expresar una opinión que concordara
con la mía, eso me haría caer en la desesperación. Sin embargo, an-
helaba que alguien me dijera qué debía hacer para ser salva, y cuáles
pasos debía dar para encontrarme con mi Salvador y entregarme
sin reservas al Señor. Consideraba un gran privilegio ser cristiana y
sentía que eso requería un esfuerzo especial de mi parte.
Mi mente permaneció en esta condición durante meses. Usual-
mente asistía a las reuniones metodistas con mis padres; pero des-
pués de interesarme en la pronta venida de Cristo, había comenzado
a asistir a las reuniones que se realizaban en la calle Casco.
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Mis padres asistieron el verano siguiente a las reuniones cam-
pestres de reavivamiento espiritual realizadas en Buxton, Maine, y
me llevaron con ellos. Había tomado la firme resolución de buscar
fervientemente al Señor en ese lugar, y obtener, si ello era posible,
el perdón de mis pecados. Tenía en mi corazón el gran anhelo de
recibir la esperanza cristiana y la paz producidas por el acto de creer.
Sentí mucho ánimo al escuchar en un sermón estas palabras:
“Entraré a ver al rey” y “si perezco, que perezca”. El orador hizo
referencia a los que vacilan entre la esperanza y el temor, anhelando
ser salvos de sus pecados y recibir el amor perdonador de Cristo,
y sin embargo manteniéndose en la duda y esclavitud debido a la
timidez y al temor al fracaso. Aconsejó a tales personas que se
entregaran a Dios y que confiaran sin tardanza en su misericordia.
Encontrarían a un Salvador lleno de gracia, así como Asuero ofreció
a Ester la señal de su favor. Lo único que se requería del pecador
que temblaba ante la presencia de su Señor, era extender la mano de
la fe y tocar el cetro de su gracia. Ese toque aseguraba el perdón y la
paz.
Los que esperaban hacerse más dignos del favor divino antes de
atreverse a reclamar para sí mismos las promesas de Dios, estaban
cometiendo un error fatal. Únicamente Jesús limpia del pecado; sólo
él puede perdonar nuestras transgresiones. El ha prometido escuchar
la petición y contestar la oración de los que se allegan a él con fe.
Muchos tenían la vaga idea de que debían realizar algún esfuerzo