Página 32 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
especial para ganar el favor de Dios. Pero toda dependencia de uno
mismo es inútil. El pecador se convierte en hijo de Dios creyente
y esperanzado, solamente relacionándose con Jesús mediante la fe.
Estas palabras me reconfortaron y me dieron una idea de lo que
debía hacer para alcanzar la salvación.
Después de eso empecé a ver con mayor claridad mi camino,
y las tinieblas comenzaron a disiparse. Busqué definidamente el
perdón de mis pecados y me esforcé para entregarme por completo
al Señor. Pero con frecuencia sentía gran angustia mental porque
no experimentaba el éxtasis espiritual que pensaba que sería la
evidencia de mi aceptación por parte de Dios, y no me atrevía a
considerarme convertida sin haberla tenido. ¡Cuán necesitada de
instrucción estaba acerca de la sencillez de esto!
Mientras me encontraba postrada frente al altar con los demás
que buscaban al Señor, las únicas palabras que brotaban de mi cora-
zón eran: “¡Ayúdame, Jesús; sálvame porque perezco! ¡No dejaré
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de pedir hasta que escuches mi oración y perdones mis pecados!”
Sentí como nunca antes mi condición necesitada y sin esperanza.
Mientras me encontraba arrodillada y en oración, repentinamente
desapareció mi angustia y sentí el corazón aligerado. Al comienzo
me sobrecogió un sentimiento de alarma y procuré sumergirme nue-
vamente en la angustia. Me parecía que no tenía derecho a sentir
gozo y felicidad. Pero sentía que Jesús estaba muy cerca de mí; tuve
la sensación de que podía acudir a él con todas mis preocupaciones,
infortunios y pruebas, así como los necesitados iban a él cuando
estaba en este mundo. Experimenté la seguridad en mi corazón de
que él comprendía mis pruebas peculiares y simpatizaba conmigo.
Nunca olvidaré la admirable seguridad de la tierna compasión de Je-
sús por alguien tan indigna de ser tomada en cuenta por él. Aprendí
más del carácter divino de Cristo en ese corto período cuando me
encontraba postrada con los que oraban, que en cualquier tiempo
pasado.
Una piadosa hermana se acercó a mí y me preguntó: “Querida ni-
ña, ¿has encontrado a Jesús?” Estaba por contestarle positivamente,
cuando ella exclamó: “¡Verdaderamente lo has encontrado, porque
su paz está contigo, y puedo verlo en tu rostro!” Me pregunté re-
petidas veces: “¿Puede esto ser religión? ¿No estaré equivocada?”
Me parecía algo sobremanera excelente para pretender poseerlo, y