Página 474 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
Las esposas de los pastores debieran vivir vidas dedicadas y de
oración. Pero algunas disfrutan de una religión sin cruces que no
exige abnegación ni esfuerzo de su parte. En lugar de mantenerse
noblemente por sí mismas apoyándose en Dios para obtener fuerzas
y cumplir sus responsabilidades individuales, la mayor parte del
tiempo han dependido de otros y obtenido su vida espiritual de ellos.
Si tan sólo se apoyaran confiadamente en Dios, con esa confianza
infantil, y si fijaran sus afectos en Jesús y obtuvieran su vida de
Cristo, la Vid viviente, ¡ cuánto bien podrían hacer, de cuánta ayuda
podrían ser para los demás, qué apoyo serían para sus esposos y qué
recompensa recibirían al final! Las palabras: “Bien, sierva buena y
fiel” sonarán como suave música en sus oídos. Y la expresión de
reconocimiento: “Entra en el gozo de tu Señor”, las recompensará
mil veces por todos los sufrimientos y pruebas soportados en su
empeño por salvar preciosas almas.
Los que se nieguen a hacer producir el talento que Dios les ha
dado, no obtendrán vida eterna. Los que han sido escasamente útiles
en el mundo recibirán una recompensa proporcional a sus obras.
Cuando todo sale bien se dejan llevar por la ola de las actividades;
pero cuando tienen que remar con vigor y constancia contra el viento
y la marejada, carecen de energía en su carácter cristiano. No se
toman la molestia de trabajar, sino que sueltan sus remos y dejan
que la corriente los arrastre. Continúan así hasta que alguien toma la
carga y trabaja incansablemente y con energía para arrastrarlos co-
rriente arriba. Cada vez que ceden a esa indolencia, pierden fuerzas
y sienten menos inclinación a trabajar en la causa de Dios. Sólo el
fiel conquistador gana la gloria eterna.
La esposa del ministro debiera ejercer constantemente una in-
fluencia rectora sobre las mentes de las personas con quienes se
relaciona, y será una ayuda o un gran estorbo. Reúne con Cristo
o esparce a su alrededor. Muchos cónyuges de nuestros ministros
carecen de un espíritu misionero abnegado. Dan el primer lugar a su
yo y el segundo a Cristo, y a veces, lo ponen hasta en tercer lugar.
Un ministro nunca debiera pedir a su esposa que lo acompañe a
menos que sepa que ella puede ser una ayuda espiritual, que puede
soportar, sufrir, hacer el bien y beneficiar a la gente por amor a Cris-
to. Las que acompañan a sus esposos debieran trabajar unidas con
ellos. No debieran esperar vivir sin dificultades y frustraciones. No
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