Obediencia a la verdad
Querido Hno. D,
Recuerdo su rostro entre otros que me fueron mostrados en visión
en Róchester, Nueva York, el 25 de diciembre de 1865. Se me mostró
que usted estaba en el fondo del escenario. Usted está convencido
por su propio juicio de que tenemos la verdad, pero todavía no ha
reconocido en la práctica su influencia santificadora. No ha seguido
de cerca los pasos de nuestro Redentor, por eso no está preparado
para andar como él anduvo. Cuando escucha las palabras de verdad,
su juicio le indica que ésta es correcta, no puede ser contradicha;
pero pronto el corazón no santificado dice: “Estas son palabras duras,
¿quién puede soportarlas? Es mejor que abandones tus esfuerzos por
mantenerte al paso con el pueblo de Dios, pues nuevas situaciones
extrañas y difíciles de soportar se levantarán continuamente; tendrás
que detenerte en algún momento, y más vale que sea ahora, pues da
lo mismo y es mejor que seguir adelante”.
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Usted no debe consentir en profesar la verdad y no vivirla; siem-
pre ha admirado una vida consecuente con lo que se profesa. Se me
mostró un libro en el cual estaba escrito su nombre junto con los de
muchos otros. Junto al suyo había un borrón negro. Usted miraba y
decía: “Jamás podrá ser borrado”. Jesús sostuvo su mano traspasada
sobre su nombre y dijo: “Sólo mi sangre puede borrarlo. Si de aquí
en adelante escoges la senda humilde de la obediencia, y confías
solamente en los méritos de mi sangre para cubrir tus pecados pa-
sados, yo borraré tus transgresiones y cubriré tus pecados. Pero si
escoges la senda del transgresor, debes cosechar su recompensa. La
paga del pecado es muerte”.
Vi ángeles malos a su alrededor que procuraban desviar su mente
de Cristo, haciéndole ver a Dios como un amo severo y perder
de vista el amor, la compasión y la misericordia de un Salvador
crucificado que salvará hasta lo sumo a todos aquellos que se acercan
a él. El ángel dijo: “Si alguno pecare, tenemos un abogado para con
el Padre, a Jesucristo el justo”. Cuando usted está bajo la presión de
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