Página 693 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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El caso de Ana More
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sábado que hubiera apreciado su valor, pero ahora duerme. Nuestros
hermanos de Battle Creek y de esta vecindad podrían haber provisto
un hogar más que bienvenido para Jesús en la persona de esta mujer
piadosa. Pero se pasó la oportunidad. No era conveniente. No la
conocían. Era de edad avanzada, y podría convertirse en una carga.
Fueron sentimientos así los que la excluyeron de los hogares de los
profesos amigos de Jesús, que esperan su pronto advenimiento, y la
separaron de quienes ella amaba, haciéndola ir a los que se oponían
a su fe, al norte de Míchigan, en medio de los hielos invernales, a
morir de frío. Murió en calidad de mártir por el egoísmo y la codicia
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de los profesos guardadores de los mandamientos.
Con este caso, la Providencia ha administrado una terrible re-
prensión contra la conducta de los que no recibieron a esta extraña.
Pero no era en realidad una extraña. Se conocía su reputación, pe-
ro nadie la recibió. Muchos sentirán tristeza al pensar en cómo la
Hna. More anduvo por Battle Creek rogando por un hogar entre el
pueblo que ella había escogido. Y cuando la sigan a Chicago en su
imaginación, y la vean pedir allí prestado el dinero necesario para
afrontar los gastos del viaje al lugar de su descanso definitivo -y
cuando piensen en esa tumba en el condado de Leelenaw, donde
descansa esa preciosa desterrada—, que Dios tenga piedad de los
que son culpables en su caso.
¡Pobre Hna. More! Ella duerme, pero nosotros hicimos lo que
pudimos. Mientras estábamos en Battle Creek, a fines de agosto,
recibimos la primera de las dos cartas que he publicado, pero no
teníamos dinero que mandarle. Mi esposo escribió a Wisconsin e
Iowa pidiendo fondos, y recibió setenta dólares con que costearnos
los gastos de viajar a esas convocaciones occidentales, celebradas
en septiembre pasado. Esperábamos que tendríamos medios para
enviarle en cuanto volviéramos del Oeste, y pagar así su viaje a
nuestro nuevo hogar en el condado de Montcalm.
Nuestros generosos amigos del oeste habían provisto los medios
necesarios. Pero cuando decidimos acompañar al Hno. Andrews a
Maine, el asunto se pospuso hasta nuestro retorno. No esperábamos
estar en el este por más de cuatro semanas, lo cual nos habría dado
tiempo más que suficiente para mandar traer a la Hna. More después
de nuestro retorno, y hacer que llegara a nuestro hogar antes del cie-
rre de la temporada de navegación. Y cuando decidimos quedar en el