Página 73 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Mi primera visión
Recibí mi primera visión no mucho tiempo después de haber
transcurrido el chasco de 1844. Visitaba a una apreciada hermana
en Cristo con quien teníamos gran amistad. En esa ocasión, cinco
de nosotras, todas mujeres, estábamos arrodilladas en el altar de
la familia. Mientras orábamos, sentí el poder de Dios sobre mí
como nunca antes lo había sentido. Me parecía estar rodeada de luz,
mientras me elevaba cada vez a mayor distancia de la tierra. Me
volví para mirar al pueblo adventista en el mundo, pero no pude
encontrarlo, y en eso una voz me dijo: “Mira otra vez, y mira un poco
más arriba”. Levanté la vista y vi un sendero recto y estrecho que
corría muy por encima del mundo. El pueblo adventista viajaba por
él hacia la ciudad. Detrás de él, al comienzo del sendero, había una
luz brillante que un ángel indentificó como el clamor de medianoche.
La luz brillaba en todo el sendero para que los pies de los caminantes
no tropezaran. Jesús mismo conducía a su pueblo y éste estaba a
salvo mientras mantenía sus ojos fijos en él. Pero pronto muchos
se cansaron, porque consideraban que la ciudad estaba demasiado
lejos y esperaban haber llegado ya. Jesús los animaba levantando
su glorioso brazo derecho, del que procedía una luz que se extendía
hacia el grupo adventista y ellos exclamaban: “¡Aleluya!” Otros
temerariamente negaban la luz que había detrás de ellos y decían
que no era Dios el que los había guiado hasta entonces. En esos
casos la luz que había detrás de ellos se apagaba y dejaba sus pies en
completas tinieblas, por lo que éstos tropezaban y perdían de vista
el sendero y a Jesús, y caían en las tinieblas del mundo malvado que
yacía por debajo.
Pronto escuchamos la voz de Dios que sonaba como muchas
aguas, y que nos daba el día y la hora de la venida de Jesús. Los
santos vivos, 144.000, conocieron y comprendieron la voz, mientras
que los malvados pensaron que se trataba de un trueno y un terre-
moto. Cuando Dios pronunció la fecha, derramó sobre nosotros el
Espíritu Santo y nuestros rostros comenzaron a brillar con la gloria
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