Página 75 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 1 (2003)

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Mi primera visión
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nos hacia el cielo y exclamó: “¡Despertaos! ¡Despertaos, vosotros
que dormís en el polvo, y levantaos!” A continuación se produjo un
terrible terremoto. Las tumbas se abrieron y los muertos salieron
vestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al
reconocer a sus amigos que habían sido arrancados de su lado por
la muerte, y en ese mismo momento fuimos transformados y nos
unimos con ellos para recibir al Señor en el aire.
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Entramos todos juntos en la nube y pasamos siete días subiendo
hasta llegar al mar de vidrio. Jesús trajo las coronas y con su propia
mano las colocó sobre nuestras cabezas. Nos entregó arpas de oro
y palmas de victoria. Los 144.000 formaron un cuadrado perfecto
sobre el mar de vidrio. Las coronas de algunos eran muy brillantes,
en cambio las de otros no lo eran tanto. Algunas coronas parecían
cuajadas de estrellas mientras que otras tenían solamente pocas.
Pero estaban perfectamente satisfechos con sus coronas. Y todos
estaban vestidos con un glorioso manto blanco que les caía desde
los hombros hasta los pies. Los ángeles nos rodeaban mientras
marchábamos por el mar de vidrio hacia las puertas de la gran ciudad.
Jesús levantó su poderoso y glorioso brazo e hizo girar la puerta
de perla sobre sus brillantes goznes, mientras nos decía: “Habéis
lavado vuestros vestidos en mi sangre y habéis permanecido firmes
por mi verdad, entrad”. Todos entramos y tuvimos la sensación de
que teníamos perfecto derecho de encontrarnos allí.
Dentro de la ciudad vimos el árbol de la vida y el trono de
Dios. Del trono salía un río de aguas puras, y a cada lado del río se
encontraba el árbol de la vida. A un lado se encontraba un tronco de
un árbol y al otro lado del río había otro tronco, y ambos eran de oro
puro transparente. Al comienzo pensé que veía dos árboles; pero al
mirar nuevamente vi que el follaje de éstos se unía para formar un
solo árbol. De modo que el árbol de la vida se encontraba a ambos
lados del río de la vida. Sus ramas descendían hasta el lugar donde
nos encontrábamos y estaban llenas de un fruto admirable que tenía
la apariencia de oro mezclado con plata.
Nos pusimos debajo del árbol y nos sentamos a contemplar la
gloria de aquel lugar. De pronto se aproximaron a nosotros los her-
manos Fitch y Stockman, quienes habían predicado el Evangelio
del reino y a quienes Dios había hecho descender a la tumba para
salvarlos; nos preguntaron lo que había sucedido mientras ellos dor-