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Testimonios para la Iglesia, Tomo 1
Durante nuestro recorrido nos encontramos con un grupo que
también contemplaba las glorias del lugar. Noté que sus vestidos
tenían una franja roja en el borde, sus coronas eran brillantes y su
ropa era de color blanco puro. Al saludarlos, le pregunté a Jesús
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quiénes eran. Contestó que eran mártires que habían muerto por él.
Los acompañaba un grupo muy numeroso de niños, y también ellos
tenían sus vestidos con una franja roja. El monte Sión se encontraba
justamente frente a nosotros, y en él se alzaba un glorioso templo y
alrededor del monte había otras siete montañas, cubiertas de rosales
y lirios. Vi a los niños subir a esas montañas si así lo deseaban, usar
sus alitas y volar a la cumbre de las montañas, y allí cortar flores
que nunca se marchitaban. Había toda clase de árboles alrededor del
templo para hermosear el lugar, los bojes, los pinos, los abetos, los
olivos, los mirtos, los granados; y las higueras se inclinaban con el
peso de los higos; todo esto hacía que el lugar se viera magnífico. Y
cuando estábamos por entrar en el templo, Jesús elevó su hermosa
voz y dijo: “Solamente los 144.000 entran en este lugar”, y todos
exclamamos: “¡Aleluya!”
Este templo estaba sostenido por siete magníficas columnas,
todas ellas de oro transparente y engarzadas con perlas. No puedo
describir las cosas hermosas que vi allí. Oh, si pudiera hablar en el
lenguaje de Canaán, entonces podría describir algo de la gloria del
mundo mejor. Vi allí mesas de piedra en las que los nombres de los
144.000 se encontraban esculpidos con letras de oro.
Después de contemplar la gloria del templo, salimos y Jesús nos
dejó para ir a la ciudad. Pronto escuchamos nuevamente su hermosa
voz que decía: “Venid, pueblo mío, porque habéis pasado por gran
tribulación y habéis hecho mi voluntad y sufrido por mí; venid a
la cena. Yo me ceñiré y os serviré”. Exclamamos: “¡Aleluya!” y
entramos en la ciudad. Vi allí una mesa de plata pura que tenía mu-
chos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestros ojos podían ver
hasta el extremo. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras,
higos, granadas, uvas y muchas otras frutas. Le dije a Jesús que me
dejara comer. El me contestó: “Ahora, no. Los que comen de esta
fruta no vuelven más a la tierra. Pero dentro de poco tiempo, si eres
fiel, comerás del fruto del árbol de la vida y beberás del agua de
la fuente. Tú debes volver a la tierra y relatar a otros lo que te he
revelado”. Luego un ángel me condujo suavemente a este mundo