La prosperidad de la iglesia
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un plan del gran adversario de los hombres para estorbar la obra de
Dios. Cuando hay almas que están a punto de decidirse en favor de
la verdad y se las somete de este modo a influencias desfavorables,
pierden su interés, y es muy raro que se pueda volver a hacer en ellas
una impresión tan poderosa. Satanás está buscando siempre alguna
manera de apartar al ministro de su campo de labor en ese preciso
momento para que se pierda el resultado de sus labores.
Hay en la iglesia hombres y mujeres sin consagración ni conver-
sión, que piensan más en mantener su propia dignidad y sus propias
opiniones que en la salvación de sus semejantes; y Satanás obra por
medio de ellos para crear dificultades que consuman el tiempo y la
labor del ministro, y como resultado se pierden muchas almas.
Mientras los miembros de la iglesia están divididos en sus sen-
timientos, sus corazones son duros y no se los puede impresionar.
Los esfuerzos del ministro son como golpes dados sobre hierro frío,
y cada partido se empecina más que antes en su propio camino.
El ministro se ve colocado en una situación nada envidiable; pues
aunque decida con la mayor prudencia, su decisión desagradará a
alguien y se fortalecerá así el espíritu banderizo.
Si el ministro se aloja en la casa de alguna familia, otras familias
sentirán celos por temor a que él reciba impresiones desfavorables
para ellas. Si él da un consejo, otros dirán: “Fulano de tal habló con
él,” y sus palabras no tienen peso para ellos. Así sus almas se llenan
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de desconfianza y malas sospechas, y el ministro queda a la merced
de sus prejuicios y recelos. Con demasiada frecuencia deja el asunto
peor que antes. Si él se hubiese negado a escuchar las declaraciones
parciales de algunos, si hubiese dado palabras de consejo de acuerdo
con la regla bíblica y dicho como Nehemías: “Yo hago una grande
obra, y no puedo ir” (
Nehemías 6:3
), esa iglesia habría quedado en
condiciones mucho mejores.
Los ministros y los miembros laicos de la iglesia desagradan a
Dios cuando permiten que ciertas personas les cuenten los errores
y defectos de sus hermanos. No deben escuchar estos informes,
sino preguntar: “¿Habéis seguido estrictamente lo ordenado por
vuestro Salvador? ¿Habéis ido al ofensor y le habéis hablado de sus
faltas entre vosotros y él solo? Y ¿se ha negado él a escucharos?
Con cuidado y con oración, ¿habéis tomado a dos o tres personas