Página 131 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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La separación del mundo
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que confiemos firmemente en la promesa. Si pedimos, él nos dará
liberalmente, sin zaherir.
En esto es donde muchos yerran. Vacilan en su propósito y
les falta la fe. Esta es la razón por la cual no reciben nada del
Señor, fuente de nuestra fortaleza. Nadie necesita andar en tinieblas,
tropezando como ciego, porque el Señor ha provisto luz si queremos
aceptarla como él lo indica, y no elegir nuestro propio camino. El
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exige de todos un cumplimiento diligente de los deberes de cada
día. Esto lo requiere especialmente de los que están empeñados en
la obra solemne e importante de la oficina de publicaciones: tanto
de aquellos sobre quienes pesan las más pesadas responsabilidades
del trabajo, como de los que llevan las responsabilidades menores.
Pero estos deberes pueden cumplirse únicamente pidiendo a Dios
la capacidad de hacer fielmente lo recto ante el cielo, gobernados
por motivos abnegados, como si todos viesen el ojo de Dios que nos
contempla e investiga nuestras acciones.
El pecado más difundido que nos separa de Dios y provoca tantos
trastornos espirituales contagiosos, es el egoísmo. No se puede vol-
ver al Señor excepto mediante la abnegación. Por nosotros mismos
no podemos hacer nada; pero si Dios nos fortalece, podemos vivir
para hacer bien a otros, y de esta manera rehuir el mal del egoísmo.
No necesitamos ir a tierras paganas para manifestar nuestros deseos
de consagrarlo todo a Dios en una vida útil y abnegada. Debemos
hacer esto en el círculo del hogar, en la iglesia, entre aquellos con
quienes tratamos y con aquellos con quienes hacemos negocios. En
las mismas vocaciones comunes de la vida es donde se ha de negar al
yo y mantenerlo en sujeción. Pablo podía decir: “Cada día muero”.
1
Corintios 15:31
. Es esa muerte diaria del yo en las pequeñas transac-
ciones de la vida lo que nos hace vencedores. Debemos olvidar el yo
por el deseo de hacer bien a otros. A muchos les falta decididamente
amor por los demás. En vez de cumplir fielmente su deber, procuran
más bien su propio placer.
Dios impone positivamente a todos los que le siguen el deber
de beneficiar a otros con su influencia y recursos, y de procurar de
él la sabiduría que los habilitará para hacer todo lo que esté en su
poder para elevar los pensamientos y los afectos de aquellos sobre
quienes pueden ejercer su influencia. Al obrar por los demás, se
experimentará una dulce satisfacción, una paz íntima que será sufi-