Página 201 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Los sufrimientos de Cristo
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En Cristo se unió lo humano y lo divino. Su misión consistía
en reconciliar a Dios y el hombre, en unir lo finito con lo infinito.
Solamente de esta manera podían ser elevados los hombres caídos:
por los méritos de la sangre de Cristo, que los hacía partícipes de
la naturaleza divina. El asumir la naturaleza humana, hizo a Cristo
idóneo para comprender las pruebas y los pesares del hombre, y
todas las tentaciones que le asedian. Los ángeles que no conocían el
pecado no podían simpatizar con el hombre y sus pruebas peculiares.
Cristo condescendió en tomar la naturaleza del hombre, y fue tentado
en todo como nosotros, a fin de que pudiese socorrer a todos los que
son tentados.
Como estaba revestido de humanidad, sentía la necesidad de la
fuerza de su Padre. Tenía lugares selectos para orar. Se deleitaba en
mantenerse en comunión con su Padre en la soledad de la montaña.
En este ejercicio, su alma santa y humana se fortalecía para afrontar
los deberes y las pruebas del día. Nuestro Salvador se identificó
con nuestras necesidades y debilidades, porque elevó sus súplicas
nocturnas para pedir al Padre nuevas reservas de fuerzas, a fin de
salir vigorizado y refrigerado, fortalecido para arrostrar el deber y
la prueba. El es nuestro ejemplo en todo. Se hermana con nuestras
flaquezas, pero no alimenta pasiones semejantes a las nuestras. Como
no pecó, su naturaleza rehuía el mal. Soportó luchas y torturas
del alma en un mundo de pecado. Dado su carácter humano, la
oración era para él una necesidad y un privilegio. Requería el más
poderoso apoyo y consuelo divino que su Padre estuviera dispuesto
a impartirle, a él que, para beneficio del hombre, había dejado los
goces del cielo y elegido por morada un mundo frío e ingrato. Cristo
halló consuelo y gozo en la comunión con su Padre. Allí podía
descargar su corazón de los pesares que lo abrumaban. Era varón de
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dolores y experimentado en quebranto.
Durante el día trabajaba fervientemente, haciendo bien a otros
para salvarlos de la destrucción. Sanaba a los enfermos y consolaba
a los que lloraban; impartía alegría y esperanza a los desesperados
y comunicaba vida a los muertos. Después de terminado su trabajo
del día, salía por las noches y se alejaba de la confusión de la ciudad
para postrarse en algún huerto apartado, donde oraba a su Padre. A
veces los brillantes rayos de la luna resplandecían sobre su cuerpo
postrado; luego nuevamente las nubes y las tinieblas le privaban de