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Testimonios para la Iglesia, Tomo 2
toda luz. El rocío y la helada de la noche caían sobre su cabeza y su
barba mientras estaba en actitud de súplica. Frecuentemente prolon-
gaba sus peticiones durante toda la noche. El es nuestro ejemplo. Si
lo recordáramos, seríamos mucho más fuertes en Dios.
Si el Salvador de los hombres, a pesar de su fortaleza divina,
necesitaba orar, ¡cuánto más debieran los débiles y pecaminosos
mortales sentir la necesidad de orar con fervor y constancia! Cuando
Cristo se veía más fieramente asediado por la tentación, no comía. Se
entregaba a Dios y gracias a su ferviente oración y perfecta sumisión
a la voluntad de su Padre salía vencedor. Sobre todos los demás
cristianos profesos, debieran los que profesan la verdad para estos
últimos días imitar a su gran Ejemplo en lo que a la oración se
refiere.
“Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su
Señor”.
Mateo 10:25
. Nuestras mesas están con frecuencia cargadas
de manjares malsanos e innecesarios, porque amamos esas cosas
más que la abnegación, la salud y la sanidad mental. Jesús pedía
fuerza a su Padre con fervor. El divino Hijo de Dios la consideraba
de más valor que el sentarse ante la mesa más lujosa. Demostró
que la oración es esencial para recibir fuerzas con que contender
contra las potestades de las tinieblas, y hacer la obra que se nos ha
encomendado. Nuestra propia fuerza es debilidad, pero la que Dios
concede es poderosa, y hará más que vencedor a todo aquel que la
obtenga.
Mientras el Hijo de Dios se postraba en actitud de oración en
el huerto de Getsemaní, a causa de la agonía de su espíritu brotó
de sus poros sudor como grandes gotas de sangre. Allí fue donde
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le rodeó el horror de densas tinieblas. Pesaban sobre él los pecados
del mundo. Sufría en lugar del hombre, como transgresor de la ley
de su Padre. Allí se produjo la escena de la tentación. La divina luz
de Dios desapareció de su vista y él pasó a manos de las potestades
de las tinieblas. En su angustia mental cayó postrado sobre la tierra
fría. Se percataba del ceño de su Padre. Había desviado la copa del
sufrimiento de los labios del hombre culpable, y se proponía beberla
él mismo, para dar al hombre en cambio la copa de la bendición. La
ira que habría caído sobre el hombre recayó en ese momento sobre
Cristo. Allí fue donde la copa misteriosa tembló en su mano.