Página 268 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 2
usted casi perdió la vida. El veneno introducido en su organismo
era suficiente para matar a una persona bien robusta. En este caso
también Dios se interpuso; si no hubiera sido así, su vida habría sido
sacrificada.
Fallaron todos los medios a los cuales recurrió para recuperar la
salud. No sólo su brazo, sino todo su organismo estaba enfermo. Sus
pulmones estaban afectados, y usted se encaminaba rápidamente
hacia la muerte. En ese momento usted creyó que sólo Dios podía
librarla. Algo más podría hacer: seguir la indicación del apóstol que
encontramos en el capítulo 5 de Santiago. En ese momento hizo un
pacto con Dios, que si le concedía la vida para poder seguir atendien-
do las necesidades de sus hijos, sería del Señor y a él únicamente
serviría; iba a dedicar su vida a su gloria; emplearía sus fuerzas para
promover su causa, y practicaría el bien en la tierra. Los ángeles
registraron la promesa que usted le hizo en ese momento a Dios.
Acudimos a usted en medio de su gran aflicción, y reclamamos
el cumplimiento de las promesas de Dios en su favor. No nos atre-
víamos a considerar las apariencias; porque si lo hubiéramos hecho
habríamos sido como Pedro, a quien el Señor invitó a acercarse a él
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caminando sobre el agua. Debió mantener los ojos fijos en Jesús;
pero miró hacia abajo, hacia las aguas turbulentas, y su fe falló. Con
calma y firmemente nos aferramos sólo de las promesas de Dios, sin
tomar en cuenta las apariencias, y por fe reclamamos su bendición.
Se me mostró que Dios obró especialmente y de manera maravillosa,
y su vida fue preservada por un milagro de la misericordia, para ser
un monumento viviente de su poder sanador y para dar testimonio
de sus maravillosas obras en favor de los hijos de los hombres.
Cuando se produjo en usted ese cambio tan notable, terminó su
cautiverio, y el gozo y la alegría llenaron su corazón en lugar de
la duda y el pesar. La alabanza a Dios brotaba de su corazón y de
sus labios. “¡Oh, lo que ha hecho Dios!” era el sentimiento de su
alma. El Señor oyó las oraciones de sus siervos, y la levantó para
que siguiera viviendo y soportando pruebas, para velar y esperar su
aparición, y para glorificar su nombre. La pobreza y los cuidados
la presionaban muchísimo. Cuando a veces las nubes oscuras la
envolvían, no podía evitar el hacer esta pregunta: “Oh, Dios, ¿me has
olvidado?” Pero no había sido desamparada, aunque no podía ver
un camino abierto delante de usted. El Señor quería que confiara en