Página 299 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 2 (1996)

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Carta a un muchacho huérfano
Querido amigo,
En la última visión que se me dio, vi que tenías faltas que corregir.
Es necesario que las veas antes de hacer el esfuerzo necesario para
corregirlas. Tienes mucho que aprender antes de poder formar un
carácter bueno y cristiano que Dios pueda aprobar. Desde la niñez
has sido un chico díscolo, dispuesto a hacer tu gusto y a seguir tu
propio criterio. No te gustaba someter tus deseos y tu voluntad a los
que tenían la responsabilidad de cuidarte. Esta es la experiencia que
tienes que lograr.
Tu peligro aumenta por el espíritu de independencia y de confian-
za propia -vinculado, por cierto, con inexperiencia- que los jóvenes
de tu edad están propensos a asumir cuando sus amados padres no
están para cuidarlos y pulsar las tiernas cuerdas del afecto en sus
almas. Crees que ya ha llegado el tiempo para que pienses y decidas
por ti mismo. “Soy un joven; ya no soy un niño. Soy capaz de dis-
tinguir entre el bien y el mal. Tengo derechos, y los voy a defender.
Soy capaz de trazar mis propios planes. ¿Quién tiene autoridad pa-
ra meterse en mis cosas?” Estos son algunos de los pensamientos
que has tenido, y algunos jóvenes, más o menos de tu edad, te han
animado a formularlos.
Crees que tienes que afirmar tu libertad y actuar como un hombre.
Tu actitud no es sumisa. Sabio es el joven -y sumamente bendecido-
que cree que es su deber, si tiene padres, de confiar en ellos, y si
no los tiene, considerar que sus tutores, o las personas con quienes
vive, son sus consejeros, sus consoladores, y en cierto sentido sus
gobernantes, y que permite que las restricciones aprendidas en el
hogar permanezcan en él. Hay una clase de independencia que
merece alabanza. El deseo de depender de sí mismo y no comer el
pan de otros es correcto. Es una ambición noble y generosa nacida
del deseo de sostenerse a sí mismo. Los hábitos de laboriosidad y
frugalidad son necesarios.
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