Página 145 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 3 (2004)

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Confinamiento estrecho en la escuela
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las costumbres, muchos padres han sacrificado la salud y las vidas
de sus hijos.
Familiarizarse con el maravilloso organismo humano, los huesos,
músculos, estómago, hígado, intestinos, corazón y los poros de la
piel, y entender la relación de un órgano con otro para la acción
saludable de todos, es un estudio en el cual la mayoría de las madres
no se interesan. No saben nada de la influencia del cuerpo sobre la
mente y de la mente sobre el cuerpo. Parecen no entender la mente,
que vincula lo finito con lo infinito. Cada órgano del cuerpo fue
hecho para servir a la mente. La mente es la capital del cuerpo.
Por lo general a los niños se les permite comer carnes, especias,
manteca, queso, puerco, pasteles grasosos y condimentos. También
se les permite comer alimentos insalubres en forma irregular y entre
las comidas. Estas cosas hacen su obra de trastornar el estómago,
excitando los nervios para una acción antinatural, y debilitando el
intelecto. Los padres no comprenden que están sembrando la semilla
que producirá enfermedad y muerte.
Muchos niños se han arruinado para toda la vida exigiendo de-
masiado al intelecto, sin fortalecer las facultades físicas. Muchos han
muerto en la infancia debido al proceder de padres y maestros poco
juiciosos, que forzaron sus jóvenes intelectos mediante la adulación
o el temor, cuando eran demasiado tiernos para ver el interior de un
aula. Sus mentes fueron abrumadas con lecciones cuando ni siquiera
se las tendría que haber expuesto a la actividad intelectual sino espe-
rar hasta que la constitución física fuera suficientemente fuerte como
para soportar el esfuerzo mental. A los niñitos se los tendría que
dejar tan sueltos como corderitos para que corran afuera y sean libres
y felices; se les deberían conceder las oportunidades más favorables
para colocar en ellos el fundamento de una constitución sana.
Los padres deberían ser los únicos maestros de sus hijos hasta
que éstos hayan llegado a los ocho o diez años de edad. Tan pronto
como sus mentes puedan comprenderlo, los padres deberían abrir
ante ellos el gran libro de la naturaleza de Dios. La madre tendría que
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tener menos interés por lo artificial en su casa y por la preparación de
su vestido para exhibirlo, y encontrar tiempo con el fin de cultivar—
en ella y en sus hijos—, un amor por los capullos hermosos y las
flores que se abren. Al atraer la atención de sus hijos a los diferentes
colores y la variedad de formas de las flores, ella puede hacer que