Página 114 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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Testimonios para la Iglesia, Tomo 4
abandonarse en la gratificación de sus apetitos, de manera que su
fuerza mental y física no se viera reducida. De otro modo, habría
fracasado en el cumplimiento de la importante misión que vino a
desempeñar.
Se sujetó a las privaciones y la soledad del desierto; allí pudo
conservar el sagrado sentido de la majestad de Dios estudiando el
gran libro de la naturaleza y se familiarizó con su carácter tal como
se revela en sus maravillosas obras. Era un ambiente calculado para
perfeccionar la cultura moral y mantener constantemente el temor
del Señor ante él. Juan, el precursor de Cristo, no se expuso a las
malas conversaciones y a las corruptoras influencias del mundo.
Temía el efecto que pudieran tener sobre su conciencia y que el
pecado no le pareciera poco pecaminoso. Prefirió tener su morada en
el desierto, donde los sentidos no estarían pervertidos por el entorno.
Deberíamos aprender del ejemplo de aquel a quien Cristo honró y
de quien dijo: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro
mayor que Juan el Bautista”.
Mateo 11:11
.
Los primeros treinta años de la vida de Cristo se sucedieron en
el recogimiento. Los ángeles ministradores velaron por el Señor de
la vida mientras éste andaba codo con codo con los campesinos
y labradores entre las colinas de Nazaret, sin ser reconocido y sin
recibir honores. Estos nobles ejemplos deberían ser nuestro modelo
para evitar las influencias malignas y alejar de nosotros a aquellos
que no viven correctamente. No nos engañemos diciéndonos que
somos demasiado fuertes para que tales influencias nos afecten, sino
guardémonos humildemente del peligro.
El antiguo Israel tenía la dirección especial de Dios para ser
su pueblo y permanecer separado de todas las naciones. No tenían
que estar sujetos a dar testimonio de la idolatría de aquellos que los
rodeaban; de otro modo su corazón se corrompería y la confianza
que mostraban con las prácticas impías los haría parecer menos
malvados a sus ojos. Pocos se dan cuenta de su debilidad y de que
la pecaminosidad natural del corazón humano paraliza demasiado a
menudo sus más nobles propósitos.
La amenazadora influencia del pecado envenena la vida del alma.
Nuestro único refugio está en la separación de aquellos que viven
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en sus tinieblas. El Señor nos ha ordenado que salgamos de entre
ellos y nos mantengamos aparte, y que no toquemos nada impuro.