Página 380 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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El juicio
En la mañana del 23 de octubre de 1879, a eso de las dos, el
Espíritu del Señor descansó sobre mí, y contemplé escenas del juicio
venidero. Las palabras me faltan para describir adecuadamente las
cosas que pasaron delante de mí y el efecto que tuvieron sobre mi
espíritu.
Parecía haber llegado el gran día de la ejecución del juicio de
Dios. Diez mil veces diez millares estaban congregados delante de un
gran trono, sobre el cual estaba sentado un personaje de majestuosa
apariencia. Delante de él había varios libros y sobre las tapas de cada
uno de ellos estaba escrito en letras de oro semejantes a llamas de
fuego
El libro mayor del cielo
. Uno de estos libros, el cual contenía
los nombres de los que aseveran creer en la verdad, fue abierto
entonces. Inmediatamente perdí de vista los incontables millones
que rodeaban el trono y mi atención se dedicó únicamente a los que
profesan ser hijos de la luz y la verdad. A medida que se nombraba
una tras otra a estas personas, y se mencionaban sus buenas acciones,
sus rostros se iluminaban con un gozo santo que se reflejaba en todas
direcciones. Pero esto no pareció ser lo que impresionó con más
fuerza mi espíritu.
Se abrió otro libro en el cual estaban anotados los pecados de los
que profesan la verdad. Bajo el encabezamiento del egoísmo venían
todos los demás pecados. Había también encabezamientos en cada
columna, y debajo de ellos, junto a cada nombre, estaban registrados
en sus respectivas columnas los pecados menores.
Bajo la codicia venían la mentira, el robo, los hurtos, el fraude
y la avaricia; bajo la ambición venían el orgullo y la extravagancia;
los celos encabezaban la lista de la malicia, la envidia y el odio;
y la intemperancia, otra larga lista de crímenes terribles, como la
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lascivia, el adulterio, la complacencia de las pasiones animales,
etc. Mientras contemplaba esto me sentía abrumada de angustia
indecible, y exclamé: “¿Quién puede salvarse? ¿Quién puede ser
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